VIVIR EL HALCONAZO

TAREA PUBLICA
Por: Carlos OROZCO GALEANA

El pasado 10 de junio hizo 50 años de aquella tarde fatídica en que un grupo de 70  o más facinerosos, amparados en uniformes oficiales y enviados por el regente de la ciudad de México, Alfonso Martínez Domínguez, que a su vez cumplía órdenes del presidente Luis Echeverría,  disparó contra la multitud estudiantil que se agrupaba a un costado de la avenida Puente de Alvarado, ahí nomás, cerca de la Alameda central y que pertenecían en su mayoría a estudiantes de la Universidad de Nuevo León, Unam e IPN  que luchaban por la “paridad universitaria” en la primera de ellas y que encontraron apoyo en el comité de lucha de la prepa 9, que  seguía insistiendo en sus propuestas en el marco generado por el todavía fresco  movimiento estudiantil de 1968.

Yo cursaba el primer año en la facultad de derecho de la Unam a donde llegué con una gran ilusión. Simplemente, al observar sus instalaciones una tarde de noviembre de 1970,  supe que había ingresado a una institución líder en la educación del país. No me dejarán mentir otros estudiantes colimenses que ingresaron en ella  en ese tiempo, quienes también fueron afortunados como yo al ser recibidos en la máxima casa de estudios del país.

Les cuento entonces que eran las 5 de la tarde  de ese cruento 10 de junio de 1971 cuando un grupo de amigos estudiantes que pertenecíamos al Pentatlón Deportivo Militar Universitario, situado en la calle   Sadi Carnot, en la colonia Santa María la Ribera,  nos pusimos de acuerdo para ver de qué se trataba la noticia de que un grupo de estudiantes de la universidad neoleonesa marchaba desde el Casco Santo Tomás  hasta desembocar a la altura del Cine Cosme, donde los esperaba  el grupo paramilitar denominado “halcones,” bien armado con metralletas de alto poder que descargaron impunemente contra los estudiantes. Eran personas musculosas y altas de estatura, con aspecto de rufianes, está por demás decirlo.  Ellos se trasladaban en camiones pintados de gris del entonces Departamento del Distrito Federal, por lo que todo mundo dedujo su procedencia institucional.

Recuerdo muy bien esa tarde. Yo me encontraba en medio de la avenida Puente de Alvarado, precisamente donde acababa el machuelo  por hacer entronque con otra calle  cuando, de pronto, observé  que algunos estudiantes como yo caían balaceados. Pensábamos equívocamente   que eran balas de salva, de mentiras. Uno de ellos  salpicó mis ropas de color beige al recibir tremendos impactos de M1 en piernas y tobillos por lo que al instante supuse que estaba yo estaba herido; a dos de ellos,   ayudé y jalé para que no se levantaran y siguieran cubriéndose en el machuelo pues los halcones estaban hincados disparando, supongo para hacer blanco solo de la cintura hacia abajo para  matar  al menor número  de estudiantes posible.

Al ver la matazón, ( la prensa habló de 38 muertos y varias decenas de heridos) mis compañeros y yo corrimos por una calle aledaña donde se encuentra un panteón, pero de pronto nos encontramos frente a frente con un tirador que no se atrevió a dispararnos, y piernas no nos faltaron para desaparecer de su vista de  inmediato.

Al final de los disparos, que duraron una eternidad, observé vehículos cargados de estudiantes ya muertos que eran trasladados en ambulancias no se a qué lugar; de ahí,  dos   compañeros y yo nos recluimos en casa del licenciado Manuel Moreno Castañeda, funcionario en el entonces D.F., a quien contamos lo ocurrido.

Habiéndose enterado la dirección del Pentatlón que a la marcha de protesta habían acudido varios estudiantes  internos, hizo lo necesario para que no se supiera que había varios heridos entre ellos ( al menos 3 o 4), dado que esa institución funcionaba con recursos públicos y calculaban sus directivos que no se veía bien que un organismo sostenido por el gobierno permitiera que sus estudiantes  se rebelaran contra las instituciones.

He vivido con esas imágenes sangrientas desde entonces y me invade la tristeza cada vez que las recuerdo o que hay un aniversario.  Ahora mismo, cumplidos 50 años de ese genocidio, de esa brutalidad del propio Estado, un poco parecida al caso Ayotzinapa, la justicia ha permanecido  enmudecida. No recuerdo que se haya juzgado a tantos halcones-sicarios que asesinaron a estudiantes, cuando más hubo la renuncia del regente Martínez Domínguez y algunos funcionarios policíacos. Todos ellos, reitero, recibieron órdenes de más arriba, creo que de Los Pinos.

Recuérdese, porque es importante, que el presidente Echeverría tras esos sucesos quería saldar sus culpas ante la juventud pues en 1969 liberó a numerosos estrategas del movimiento del 68 y otorgó puestos de representación política a líderes estudiantiles seguramente para aplacarlos, y consideró que no le venía bien a su imagen la nueva matanza del 10 de junio.

Ese hecho ha pasado a la historia como uno de los más sangrientos de la historia  pues se asesinó a jóvenes inocentes que solo querían resolver problemas menores en una universidad de estado que, como la de Nuevo León, albergaba inquietudes o rebeldías que había que encauzar de otra manera, no echándoles bala.

Que no se repita un genocidio como ese, fue el compromiso del presidente Andrés Manuel López Obrador al abordar este tema en la mañanera del jueves pasado. Ese triste episodio   ha marcado la ruta para que  México resuelva sus problemas en la unidad y la paz; nos ha enseñado que podemos transitar  hacia una nueva realidad si participamos con responsabilidad y defendemos el estado de derecho, que ha de regir nuestra vida al arbitrio de las libertades.