TAREA PÚBLICA

Codicia

Por: Carlos Orozco Galeana

La codicia es uno de los pecados más graves que puede el hombre cometer, máxime cuando el traspié no es accidental y se convierte en una patología, en un estado de enajenación que no repara en que esa debilidad aleja de Dios al desearse en exceso bienes materiales. Peor aún es que quienes están más enfermos de avaricia se los arrebaten a otros por cualquier vía.

Los bienes materiales permiten satisfacer necesidades, no es malo trabajar para proveerse de lo útil y hacer la existencia más agradable. Pero los bienes, advierte la Iglesia católica, pueden convertirse en una cadena corruptora si se olvida que son medios y se convierten en fines. Es entonces cuando crece en los corazones la avaricia y el deseo patológico de tener más y más.

A quienes caen en esta trampa maldita, a quienes sucumben ante el dios dinero, hay que compadecerlos porque no serán felices jamás, no se saciarán jamás. Querrán más y más, como el hombre del granero que, según narra uno de los libros del Evangelio, quería guardar y seguir guardando granos y dedicarse a la holganza por muchos años sin saber que ese día iba a morir ( Lc. 12 – 13 ).

Cuando el dinero se convierte en fin, destruye a las personas. En vez de vivir para lo esencial, para la familia, para los amigos verdaderos, para los necesitados, hay quienes se esclavizan, trabajan, luchan y sufren por el ansia de aumentar continuamente sus posesiones. Se convierten en esclavos de lo material.

He conocido, a lo largo de mi vida, a personas que al paso del tiempo fueron pervertidas por el dinero y por su afán – que conservan celosamente aún – de acumular bienes. Colima los conoce plenamente a todos ellos. Reconozco que son prósperos, millonarios o multimillonarios a pesar de provenir de familias pobres, de barriada, pero también que viven en la enajenación, enfermos de cuerpo y alma, y que no son felices. Siguen acumulando dinero y propiedades, valiéndose de las debilidades del sistema político- económico.
Un distintivo de los codiciosos, por otra parte, es que no cooperan con nadie. Numerosas personas van por la vida llenando sus talegas sin advertir a su paso que hay personas que solo requieren un vaso con agua o acaso un saludo fraterno que sin embargo no ofrecen aunque no les cueste nada. Hasta en eso son avaros. Esto es así porque el avaro es propietario de sí mismo, envidioso, narcisista, y no reconoce a los que menos tienen.

Por conocer al hombre, en el Evangelio, Jesús advierte sobre el peligro de basar la propia vida en las riquezas: Mirad y aguardaos de toda codicia porque aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes (Lc.12, 15). ¡ Cuanta verdad en estas palabras de Jesús! Deben resonar en la humanidad entera para alertar del riesgo de enajenación que hay al decantarse por los bienes materiales sobre los espirituales, y por tener una vida anodina.

La codicia es, además, desagradable, perniciosa, no permite separarse de lo que no le pertenece a uno. Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento de David, le contó la historia de un pobre que solo tenía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico que, a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero. Adivinó usted: el rico acabó por robarle su oveja al pobre. La envidia, pues, junto a la codicia, hermanas siamesas, puede conducir a las peores fechorías, como ha guiado a innumerables políticos en Colima los últimos años.

San Agustín veía en la envidia el pecado diabólico por excelencia: de la envidia, decía, nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad. Que el ruido del mundo, amigos lectores, no nos asfixie y haga desentendernos de los demás. Vivamos en paz interior, sin desear de más; esto es bueno, es la base de una convivencia sana y promisoria, de una vida mejor, sin esclavitudes.

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