(Mis) Memorias de la burocracia cultural

Crónica sedentaria

Por: Avelino GÓMEZ

La burocracia cultural es un sector laboral, y de personas, que nunca he entendido. Sin embargo estoy estrechamente ligado a esa realidad. Tanto así que, en ocasiones —muchas, para ser honesto— he sido parte de ese mundo caótico de las dependencias gubernamentales dedicadas a la promoción cultural.

Esa cercanía me ha dado el derecho —inmerecido y absurdo como el ser nombrado titular de una notaría, lo sé— , de practicar la crítica y la autocrítica de (y en) las “instituciones de cultura”.

En una novela, por ejemplo, describí a un personaje con la única característica relevante de ser empleado de la secretaría de cultura, e hice que fuera despedido de forma ignominiosa de su trabajo desde el primer capítulo. Además, en adelante, también hice que los demás personajes lo llamaran “burócrata” en lugar de llamarlo por su nombre. Nomás como una forma de expiarle sus culpas por haber trabajado en “eso”.

Dedicarse a un labor creativa como proyecto de vida, y además ser empleado de una dependencia cultural, genera sentimientos encontrados. Y pueden ser tan profundos y duraderos como un trastorno de estrés postraumático. A veces me extraña que no se haya documentado algún síndrome, como el de Estocolmo, que defina clínicamente a los veteranos de la burocracia cultural.

En ese mundo laboral uno hace de todo y se relaciona con todo tipo de personas. Desde jalar cables en un concierto donde hay más gente en el escenario que en la zona del público, hasta ir a comprar los tacos de carnitas para los técnicos del teatro. Desde tratar a una joven y oligofrénica promesa de las artes plásticas o de la literatura, hasta soportar a escultores de obras pretensiosas que no sólo dicen llamarse Sebastian, sino que también lo quieren demostrar enseñando su credencial del INE.

Durante todos estos años de laborar en ese mundo creí haber escuchado todo sobre la percepción que la gente tiene sobre los funcionarios culturales. Pero hace unos días, en una charla de sobremesa —en la que se hablaba de temas tan interesantes como las películas de Miyazaki y la influencia de sus personajes en el corte de pelo de los nuevos directores del cine colimense— alguien dijo que para ser titular o trabajador en una dependencia de cultura no se necesita tener estudios. Y no fue sólo una insinuación, fue una frase que yo podría citar de manera textual. Al escuchar aquello, en lo único que pensé fue en dar por perdidos mis tres años de posgrado en gestión cultural, cursados en una universidad argentina, y donde mi mayor mérito fue negarme, siempre, a tomar mate dentro de las aulas.

También recordé, consternado, aquella vez en la que una hermosa y capaz mujer madura, que tiene ya una cimentada carrera en la burocracia estatal, nos presumió que su “estreno” en la gestión cultural fue la extenuante labor (luego de un concierto en el jardín Libertad, creo) de levantar, doblar y apilar quinientas sillas de tijera. Esto totalmente maquillada y calzando unas zapatillas de diez centímetros, nos dijo. El recuerdo anterior ejemplifica la modestia y la humildad, pero también la soberbia injustificada, de quienes abrazan la promoción cultural como su labor primordial.

Lo anterior lo digo porque, en lo personal, una vez intenté, sin éxito alguno, “presumir” mi experiencia como gestor cultural ante un grupo de trabajo dirigido (fugazmente) por una joven y novísima funcionaria cultural. A mi comentario de “Tengo mucho años haciendo actividades y eventos cultural”, obtuve una amarga y pretenciosa respuesta: “Sí, pero ahora las cosas no son como antes, ahora son más difíciles”. Le concedí la razón, y perdí nomás por no alegar. Pero todavía hoy, tiempo después, cuando alguien dedicado a la creación artística me pregunta en qué trabajo, desvío la mirada y, pensando en lo tortuoso que fue para alguien, en zapatillas, levantar quinientas sillas luego de un concierto; o lo complicado y agobiante que es para otros organizar un festival escolar, me limito a decir que hago monólogos estanduperos. Difícilmente me creen, pero al menos evito la conmiseración. O los insultos.