Salvar los recuerdos

PARA SACIAR MI SED
Por: Ivonne BARAJAS

Me recibieron las ganas de hacerlo todo en todas partes al mismo tiempo: llegar al dulce hogar, abrir maletas, hacer las visitas del mundo, regalar imanes, libretas galletas, postales, turrones; comer tacos, también carnitas, también sopitos, también pozole; buscar a Dani: estar para ella, ir al banco, poner tandas de ropa a lavar, llamar a las amigas, programar una cita médica para papá, manejar mi carro, volver al trabajo, retomar el ejercicio…todo lo fui haciendo —con calma, con calma, me decía—, respirando profundo cada vez que me sacudían los espasmos de hacerlo todo en todas partes al mismo tiempo.

Después de un día agitado, que llevé lo más tranquilamente que pude, volvía a casa. Dejé de pensar activamente y manejaba con la atención justa que precisa atender al semáforo, no atropellar a ningún cristiano ni exceder los límites de velocidad; por supuesto, escuchaba música.

Creí que no pensaba en nada y, quizá de cierta manera no pensaba, pero sentía: sentía el viaje, sentía el júbilo de nuevas memorias. La emoción de presenciar al Guernica, las vistas de una ciudad amurallada, el deshielo de un río que entumeció mis pies; recordaba mis fosas nasales doloridas respirando frío, la manera de saciar el hambre con aceitunas, chorizos, tortillas, morcillas y vinos; la callada manera en liquidé las cervezas que una familia de abstemios tenía disponible para las futuras visitas alegando que “yo soy la actual visita y estoy en mi derecho de beber”, la conmoción ante el fervor de una procesión en Málaga, las lluvias que aunque cancelaron algunos planes alegraron los campos, la caminata monumental que emprendimos mi cuñada y yo a las cárcavas del Pontón de la Oliva: nos dejamos el pulmón en los ascensos y exhibimos variedad de resoplidos ante el esfuerzo que el camino exigía…pero en las fotos sonriendo como si aquello hubiera sido pan comido; sólo nos bajó de aquella colina el deseo vehemente de una Coca-Cola que fuimos a buscar al pueblo cercano —Patones de Arriba—, nos atendió la más lenta de las camareras: tardó eternos diez minutos en servir nuestro oscuro deseo. Me atravesó también el recuerdo de los desvelos con mis sobrinas adolescentes: los nudillos de mi cuñada, después de la medianoche, recordándonos que teníamos que levantarnos temprano…bueno, ellas, no yo. Nuestras risas sonaban aún, acá, desafiando las reglas del espacio y del tiempo.

¿Te quieres ir?, preguntó Noa, en la víspera del retorno; asentí, le dije que ya era hora; vi su semblante desilusionado y también me entristecí…hubiera sido raro decir la verdad: “No quiero regresar, quiero quedarme aquí”, pero fui adulta y tonta y sensata y di la más trillada de las respuestas. Otra vez, presente, esa fuente de constante malestar: que cada elección implica renuncia, y cuando pido salado añoro dulce, y cuando ordeno el café pienso en el jugo; así, cosas del día a día que me conectan con el duelo de renuncias más esenciales. Como ésta.

El último día nos tratamos con la punta del zapato, intuyo que para protegernos: yo estaba irritable, con ganas de enojarme con todos para sentir los hondos deseos de regresar a casa; Noa simplemente se conectó a la tele para su maratón de Gilmore…esa tarde no me invitó a  acompañarla. Practicábamos la distancia que nos iba a ser impuesta dentro de poco.

Sentía eso: las pequeñas astucias a las que recurro para suavizar la caída, las maneras extrañas con las que intento ponerme a salvo…y luego, unido a eso, el demasiado amor que nos ofrecimos en nuestra hora, en nuestro día, en nuestra oportunidad. Qué dicha amar, amarse, que te amen.

Llego a casa. Me reciben las ganas de hacerlo todo en todas partes al mismo tiempo. Tomo café sin desear el jugo. Pienso en la familia y nos sonrío: a nosotros, a nuestras circunstancias. A la valentía de elegirnos.