Desaparecer en Colima

Crónica sedentaria

Avelino Gómez 

Cosa absurda es despertarse cualquier mañana y darse cuenta que no hay explicación convincente para ciertos hechos. Hay días en que la realidad es una acumulación de actos sin sentido. Qué sentido tiene, por ejemplo, las trágicas cosas que colectivamente pasan, que nos están pasando. Uno puede entender que una enfermedad nos invada. O que en cierto momento, y por alguna razón natural o accidental, la gente muera. Pero ¿y los que desaparecen?

¿Qué sentido tiene que alguien, o algunos, decidan —y lo concreten— desaparecer al hijo, a la hermana o al esposo de alguien? Desaparecer, un verbo que en la infancia encerraba algo de fantasía, en circunstancia actuarles torna terrorífico. Porque las estadísticas muestran que, en promedio, diariamente desaparecen diecinueve personas en el país. Y en Colima, desde hace mucho tiempo, padecemos una epidemia de desapariciones.

Un niño desapareció. Una empleada de oficina desapareció. Un maestro desapareció Tres jóvenes desaparecieron. Una madre desapareció. Estas personas, con todo lo que sus nombres significan, siguen ausentes. El hecho mismo, en el horro que conlleva, sigue pasando. No es algo que sucedió en el pasado, porque su dolorosa magnitud lo hace permanecer, como si se repitiera todos los días. A algunos los han encontrado, sin vida lamentablemente. Pero encontrarlos no resuelve el hecho de que, en su momento, hayan desaparecido abruptamente. Y eso lleva a pensar que cualquiera de nosotros puede ser el siguiente desaparecido. A los años, serán otros los que también se preguntarán cómo fue posible que nos desaparecieran. Y también se preguntarán cómo es posible que los demás no fuéramos capaces de hacer algo para evitarlo. Y así, el sinsentido nos exhibirá.

¿Qué lleva a alguien a cometer tan aberrante acto de privarnos a todos de un hijo, de una madre, de una hermana, de un padre? ¿Qué justifica que las autoridades y aquellos que la representan no puedan, o no quieran, o no sepan evitar que se sigan cometiendo actos de este tipo? Y en todo caso, ¿qué sentido tiene contar con instituciones y personas dedicadas a procurar justicia, si no pueden darnos la seguridad de que sabrán buscar, encontrar a los ya desaparecidos, condenar a los culpables? Los familiares y amigos de quienes desaparecen son los que buscan, y a veces encuentran. No paran, buscan, con fuerte determinación buscan. Con o sin —y a veces a pesar— de la dudosa ayuda de las autoridades. A ellos, los que buscan, no les basta condolerse: meten la esperanza, las manos, el cuerpo mismo.

Y en el fondo de todo esto que nos pasa, late el desasosiego de entender que todos pueden, podemos, desaparecer. Sin explicación alguna, sin lógica. Como inevitable hecho sin sentido.