Trágicos destinos

Miniaturas
Por: Rubén Pérez Anguiano*

Los protagonistas de El Irlandés (The Irishman, 2019) de Martín Scorsese, parecen atados a un destino trágico: el líder mafioso, Russel Bufalino, muere en prisión con la mitad del cuerpo paralizado y estrujado por el frío; el sicario Frank Sheeran llega milagrosamente a la vejez, pero en soledad y repudiado por sus propias hijas; de Jimmy Hoffa no hay mucho más por decir.

Por la película desfilan decenas de mafiosos que, según se nos indica, murieron de forma violenta en la puerta de sus hogares o en un callejón oscuro. Para estos personajes resulta todo un desafío morir con tranquilidad en la propia cama o vivir lo suficiente para llevar a pasear a los nietos. A final de cuentas, la sentencia bíblica sigue vigente: los que a hierro matan a hierro mueren.

Una triste escena entre Bufalino y Sheeran (Joe Pesci y Robert de Niro) lo dice todo: en el sombrío comedor de la prisión comen un poco de pan remojado en jugo de uva (a falta de vino) y Bufalino tiene que chuparlo porque no tiene dientes. Parece increíble que así terminen los días de uno de los jefes mafiosos más poderosos de Estados Unidos.

En otra película de Scorsese (Casino, 1995, basada en el excelente libro de Nicholas Pileggi), se muestra a un grupo de ancianos mal vestidos que controlan parte de los intereses de Las Vegas. Los mafiosos americanos, al estar sujetos a una vigilancia continua por el FBI, deben cubrirse con ropajes de reserva, incluso de pobreza.

Aquí surge la pregunta: ¿Para qué tanta riqueza si no se puede gozar en ella en la vida cotidiana? Eso es parte de la tragedia. La otra es la imposibilidad de vivir una vida plena, sabiendo que detrás de cada oportunidad aguarda una muerte a traición.

Si se revisan otras historias el escenario se repite. Salvatore Riina, el líder del clan de los corleoneses, vivió los mejores años de su vida escondido en modestos departamentos de Palermo. Cuando fue arrestado vestía un traje gastado y sucio. Decía ser un modesto contador. Era su disfraz para pasar inadvertido. Tenía años sin pararse por alguna de sus mansiones. Se lo decomisaron 125 millones de dólares que nunca pudo gozar. Moriría 20 años después sin salir de prisión.

Pablo Escobar Gaviria, el mítico bandido colombiano, vivió los últimos años de su vida en la clandestinidad, circulando por modestas casas y departamentos, escapando de la muerte que cerraba cercos a su alrededor. Lo mataron mientras corría descalzo por un techo y frente a su cadáver caliente los militares gritaron “¡Viva Colombia!”.

Los mafiosos mexicanos no cantan mal las rancheras. Miguel Ángel Félix Gallardo quiere salir de prisión lo que pueda quedarle de vida y al final ser enterrado bajo un árbol. El Chapo vive en una pequeña habitación enrejada con un retrete en la esquina. Ni al baño puede ir sin estar bajo la mirada de las cámaras de seguridad.

Los reyes del narcotráfico que deambulan en libertad están escondidos en sus ranchos o viviendo a salto de mata, durmiendo en casas de seguridad llenas de un lujo polvoso y sin poder disfrutar de las riquezas acumuladas.

Saben que el desenlace inevitable será la muerte violenta o la prisión por décadas.

¿Por qué elegir esa vida, entonces?

Quizás porque no queda de otra. A final de cuentas “cada hombre tiene su destino”, como solía decir don Vito Corleone.

 

*Rubén Pérez Anguiano, colimense de 55 años, fue secretario de Cultura, Desarrollo Social y General de Gobierno en cuatro administraciones estatales. Ganó certámenes nacionales de oratoria, artículo de fondo, ensayo y fue Mención Honorífica del Premio Nacional de la Juventud en 1987. Tiene publicaciones antológicas de literatura policiaca, letras colimenses y un libro de aforismos.