La visita de Pueblo Quieto

Para Pensar 

Por: Carlos Moisés Hernández Suárez

Soy un anciano. Aunque digan que los sesenta son los treinta de ayer, no me lo creo. Me doy cuenta. Son ánimos del gobierno para que no me jubile y no represente una carga.

Lo sospeché porqué este año fui a dos velorios de amigos de la infancia, con los que solía jugar “changay”, o como se diga o escriba. Un pocito en la tierra, un palo de escoba que se sacrificaba partiéndolo en dos y que en más de una ocasión sirvió para darnos grandes alegrías y fuertes gritos de mi madre al ver que la escoba de la casa se había reducido al tamaño de un sacudidor.

— ¡A ver, recabrón!, ¿qué, voy a barrer de rodillas o qué estabas pensando?

Pero quien llevaba los dos palitos para jugar se convertía en el ídolo del momento, en el valiente de la tarde; y bueno, para algo había que ser bueno, sino para jugar changay.

Un día, durmiendo en una hamaca en el corredor de la casa, en una de esas siestas vespertinas —que noté, cada vez eran más necesarias y más largas— me despertó el sonido mi nombre:

—Goyo, ayúdame a poner el altar.

Desperté y me levanté como resorte. Me extrañó esa agilidad a mi edad y, sobre todo, sabiendo que uno no se levanta de una hamaca tan rápidamente. Pero inmediatamente me expliqué porqué: me había transformado en un jovencito, no era aquel viejo al que el cumpleaños sesenta le quedaba muy atrás.

El padre Héctor, con sus lentes gruesos y cuadrados, me miraba impasible. Con sotana blanca, sus dos manos con los dedos entrelazados sobre la cintura.

La mesa que serviría como altar, era el comedor de la casa. En el corredor, al fondo, estaba siendo preparada para algo. No era nada nuevo, en la casa se habían realizado un par de bodas porque la casa era grande y bonita, y a la gente le gustaba visitarla. Laura y Paco se casaron ahí, recuerdo que ese día llovió un chipi-chipi latoso, de esos en que uno no sabe si está lloviendo y si es conveniente suspender todo, o no está lloviendo lo suficiente y hay que ignorar la brisita. “Lluvias de pendejos” decía mi tío Abraham,”… porque lo mojan a uno completamente de a poquito sin darse cuenta”. La misa de los 25 años de aniversario de bodas de mis padres, también ahí. El altar en ese lugar no era novedad.

Sin pensarlo más, me dirigí a cumplir la orden. Eso de acostarse viejo y despertar joven no era para cuestionarse mucho. Otra cosa hubiera sido lo contrario.

Ya lo había hecho algunas veces. Sobrino de sacerdote católico, había que saberlo. El incienso, el mantel, las flores y las velas. El padre Héctor miraba mis manos, cómo se movían de un lado a otro. Terminé. Le di la estola que había dejado en la mesa, se la puso al cuello. De repente, me di cuenta qué ya estaban acomodadas las sillas, unas treinta. Tampoco me pregunté quien lo hizo, tal vez ya estaban ahí desde hacía rato, no lo sé. No me importaban esos detalles.

El padre Héctor rompió el enlace de sus dedos para señalar la puerta a mis espaldas, situada a unos 15 metros, al final del corredor.

—Ahora recibe la visita —me dijo con una leve sonrisa, de esas que acompañan a las sorpresas.

La visita ya había quitado el barandal de madera y avanzaba por el corredor. Nadie hablaba. Todo muy solemne. En mi papel de monaguillo se habla poco y se pregunta menos. Pero los vi. Vi a los invitados a la misa: adelante iba mi abuelita, de negro, con su rebozo haciendo las veces de sevillana; luego doña Anita, con su cabeza blanca; luego don Sergio, con una camiseta blanca con cuello V que siempre usaba por las tardes para tolerar el calor; don Pedrito, con sus huaraches de correa; mi tía Chole; mi tía Lupe; Mariano; mi tío Juan y otros que no reconocí. Todos caminando solemnemente, sin hacer ruido, sin mirarme.

Hasta entonces me di cuenta: todos habían muerto. Todos.

Hasta entonces recordé que también el padre Héctor había muerto.

Voltee a verlo, con una mirada de asombro mientras sentía que todo giraba en mi cabeza. El padre Héctor me dijo sonriendo:

—No te preocupes. Así morimos todos. Los que te quieren, te vienen a acompañar, para que la transición no duela.

Alguien me tomó de la mano. volteé.

Era mi abuelita Nati.

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(Este fue un sueño. Un sueño real. Yo nada más lo transcribo. Lo dedico a todos los muertos que algún día vendrán a acompañarme) Villa de Álvarez, Día de Muertos, 2019