EN VOLANDAS

Discurso y verdad

Por: Rubén Carrillo Ruiz

Tres temas mariposean en los medios, vinculantes con atributos del discurso y aceptación de verdades. Uno estatal, otro de secuela nacional y el último de peso mundial.

Todos partieron de premisas lingüísticas, tuvieron efectos disímbolos y poseyeron efectividad gradual porque sus sistemas de comunicación se comportaron distinto sobre la certeza. Esa gradualidad alude al apego real de los hechos, a su manipulación e, incluso, proximidad con la mentira en despoblado, a su construcción deficiente que los margina de lo creíble.

Borges dijo alguna vez que la prueba máxima de que las Mil y unas noches eran árabes radicaba en que, escasamente, se mencionaba al camello. Por su cotidiana ubicuidad el mamífero artiodáctilo adquiere presencia silenciosa, efectiva y necesaria. El aserto es sumamente eficaz para equipararlo con cualquier sistema de comunicación que exprese expectativas institucionales y las traduzca en cohesión e identidad firmes.

El primer caso duró un sexenio calamitoso. Mario Anguiano llegó al gobierno estatal con bonos políticos, fama administrativa y ganas de trascendencia positiva. Sin eufemismos, fracasó con su eslogan, Colima me late, que provocó infartos masivos en la economía, multiplicó una deuda eterna para tres generaciones (nunca informó el monto de la heredada), enredó la laicidad y lucró en la religión solo para pasear a sus equinos e itinerarios dizque juaristas.

Su balance desprestigia: contribuyó al desafecto ciudadano y su partido perdió casi todo. En el imaginario colectivo, sus premios internacionales hacen cuac, cuac, cuac pues ataron complicidad con el exceso trivial, propaganda equivocada y costos opacos. La realidad fue enemiga acérrima del discurso. Nunca embonaron.

Ayotzinapa es el harakiri para el sistema comunicacional del presidente Enrique Peña Nieto. Demolió la luna de miel de las reformas estructurales y el Pacto por México con la prensa foránea. Esa familiaridad basada en relaciones públicas y presupuesto abierto tronó al año y medio. Y desde hace uno, pese a la gravedad de los asesinatos y autoexculpación de quienes fraguaron la tragedia normalista (el PRD nacional con su gobernador, legisladores y presidentes municipales de Guerrero), la audacia de algún tenebroso endosó la responsabilidad al Ejecutivo Federal personificándolo con el Estado.

El número 43 y el lema “vivos se los llevaron, vivos los queremos” es emblema de un caso específico, pero excluye el sufrimiento que dejan otros 25 mil desaparecidos. En este caso, la verdad esquiva al gobierno por su tardanza en atraer el caso, su tratamiento judicial y la desconfianza de quienes, por desgracia, manosean el dolor de los padres de los jóvenes, escamados con todo lo que huela a oficialismo. Los resultados de la universidad vienesa para la identificación de otro muchacho y el informe de expertos independientes fueron su culmen. Peña Nieto cambió a su gabinete y retomó la iniciativa comunicacional para encaminar la perspectiva. Aquí, se modifica drásticamente el discurso para adecuarlo a la realidad.

El papa argentino Jorge Bergoglio desde su asunción arruinó moldes de la inflexibilidad vaticana. Jesuita, primero de esta orden y latinoamericano en serlo, no eludió la realidad por más adversa para la Iglesia católica. Con austeridad nombró los problemas candentes: la pederastia, la corrupción eclesial, el aborto, el divorcio. Esa apertura mostró un lado necesario de la institución milenaria, empotrada en dogmas, involucionada.

También intervino en la normalización diplomática de Cuba y Estados Unidos, en cuyo Congreso obtuvo aplausos cuando espetó a los gringos las contradicciones de sus medidas anti-inmigrantes, a sabiendas de que ese país se formó con el éxodo. El pontífice es (por su origen etimológico: constructor de puentes) comunicador nato, sabe que un sistema sencillo anticipa, resuelve y nunca crea problemas bumerán. Como bonaerense, leyó a pie juntillas el adagio sapientísimo de Borges.

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