El arte de quejarse

Crónica sedentaria

Por: Avelino Gómez

Por este rumbo nos quejamos de todo. La pequeña ciudad costera donde vivo, y que debe su nombre —Manzanillo— a una planta venenosa que abundaba en estas tierras, está llena de gente que no desaprovecha ocasión alguna para quejarse. Ya sea en conversaciones serias, o en pláticas de banqueta, los porteños tienen por costumbre aderezar la charla con dos o tres quejas que, por el contexto en las que se hacen, suelen ser inocuas. No van más allá del desahogo momentáneo del malestar. Nada mejor, para atenuar el descontento cotidiano, que una buena queja lanzada al mar de la indiferencia de los otros.

La gente se queja del calor, de la abundancia de mosquitos, de que la ruta tarda mucho en pasar, de las calles que se inundan, de los baches, del tráfico, de que nunca está abierta la segunda caja del Oxxo, del paso del tren, etcétera. Y, en realidad, esas quejas esconden algo más grande, un malestar social que el quejoso pocas veces alcanza a dimensionar.

Ahora bien, el perfecto quejumbroso es aquel que al llegar al trabajo, y tras dar los buenos días, suelta la primer protesta de la mañana para luego congraciarse con la vida: “el servicio de transporte cada vez está peor: el chofer de la ruta que abordé venía a exceso de velocidad, por poquito chocamos; si estoy aquí contándoles es porque Dios es bueno”. Y así.

Uno no cae en cuenta que vivimos rodeados de quejumbrosos profesionales, hasta que vemos al gobernante en turno —de cualquier nivel— quejándose por el actuar de los ciudadanos ante determinado problema. Hace unos días, por ejemplo, el gobernador Ignacio Peralta se quejó —con esa amargura del que sabe que ya se va— de que los colimenses somos bien gachos, que nos vale un esquilín la pandemia y que no aplanaremos la curva porque no respetamos el confinamiento ni las medidas de protección sanitaria, etc. Además, echó culpas a ciertas autoridades municipales por no hacer lo propio en la contención de la pandemia que, dicho sea de pasó, ya nos rebasó.

En la misma medida, y como reacción a la queja del mandatario estatal, la alcaldesa del municipio de Manzanillo, Griselda Martínez, —una quejumbrosa porteña profesional— salió a exhibir su descontento por la nula efectividad de las acciones y medidas que implementó el gobierno estatal. También se quejó de los funcionarios estatales que diseñan las estrategias en contra de la epidemia porque, dijo, no son profesionales en su área. En ese nivel nos quedamos.

La pandemia del Covid-19, al menos en Colima, dio paso a una epidemia de lamentos y quejas entre gobernantes y funcionarios que evaden su responsabilidad y se escudan en una indignación que no les acomoda. El viernes estará por acá el presidente Andrés Manuel López, y es seguro que le lloverán muchas quejas, pero él —quejumbroso patológico al fin— regresará otras tantas con esa zurda absurda de beisbolista que dice tener.