DEMOCRACIA Y UNIVERSIDAD

Democracia y universidad

Juan Carlos Yáñez Velazco

Desafiante, inquisidor y lúcido resulta José Saramago en su libro Democracia y universidad, publicado en 2010 por la Universidad Complutense de Madrid. La pequeña obra contiene una conferencia dictada en esa universidad por el escritor luso en 2005.

El extinto Premio Nobel advierte, en el inicio, que las palabras cambian naturalmente con las épocas: “la semántica de una palabra no es inmutable, cambia como cambiamos nosotros, como cambian los usos y las costumbres, como cambian las estaciones”, pero también hay cambios perjudiciales: “Lo malo, y aquí es a donde quería llegar con este preámbulo, es cuando la palabra permanece aunque haya cambiado su contenido. Entonces sí tenemos un problema, y grave, porque nos puede ocurrir que pensando que decimos una cosa estamos diciendo otra”.

Eso sucede, asegura, con la palabra educación. Morfológicamente es igual, lo diferente es lo que encierra, el concepto. A mostrarlo dedica su discurso, aderezado de digresiones inteligentes a partir de un objetivo: “insistir en que debemos ser conscientes de que la lengua, este sistema de comunicación que nos es propio a los humanos, está pasando por una suerte de mutación en que los contenidos empiezan a pudrirse ante la indiferencia general”.

Usar palabras sin pensar

Educación es una palabra equivocada, dice Saramago, para ingresar a la parte medular de su discurso y dejarnos vivas interrogaciones de lo que afirma y su cordura. No es que esté equivocada, precisa, es que está fuera de lugar. Y los profesores, continúa, “tengo que decirlo aunque pueda molestar a alguien, no están para educar, sino para instruir, no pueden educar porque no saben y porque no tienen medios para hacerlo. Para instruir sí”.

Probablemente sin saberlo aborda una discusión pedagógica acerca de las posibilidades de la escuela y los maestros, o de la desmesura que, desde una cierta lógica, encierra la misión de formar seres humanos, atisbada en un texto extraordinario de Philippe Meirieu (“Frankenstein educador”, Barcelona, Laertes, 2003).

Si los profesores no educan, pregunta, entonces quién. La familia primero, la sociedad también, pero su misión es complicada: “si la sociedad anda perdida, si los valores que parece promover, el éxito rápido, la riqueza inmediata y no fruto del trabajo –en fin, supuestos de dudosa moralidad- si la familia no puede o no sabe, porque se ha perdido en sí misma en esta vorágine contemporánea, ¿quién educa?”. Con ambas en crisis, “desmembrada una, perpleja otra… la única salida que se ve en el horizonte es la escuela: el último refugio, la última esperanza.”

Su discurso parece fatalista, pero esclarece: “la escuela no puede educar, no tiene los medios, no sabe, no nació para eso; sustituir lo que sería la responsabilidad y la competencia de la familia y también, de alguna forma, de la sociedad, no tiene que recaer sobre la escuela y los profesores, porque esa no es su misión.” A la escuela, de primaria a universitaria, llega lo que está produciendo la sociedad, y hay un proceso profundo de deseducación, que afecta a la escuela y sus posibilidades, pero la confirma socialmente como la única esperanza.

Sus interrogantes son duras pero insoslayables: “¿cómo se pretende que ocurra el milagro de que funcione el último tramo, la última etapa de un proceso de aprendizaje que empieza a los cuatro años y termina a los veinte y tantos, si lo que la precede no está bien? Si la escuela primaria está mal –y lo está en todos lados, no sólo en España o el Portugal-, si la enseñanza media está mal ¿cómo aspirar a que se resuelva de golpe el problema del último tramo?”. Usa una analogía simple: es como pretender limpiar un río contaminado sin ir a la fuente donde se descompone.

La función de la universidad

Para Saramago la esencia universitaria no tiene discusión: “su función es algo más que enseñar un oficio, la profesión que se pondrá en la tarjeta de visita y que ocupará la vida de cada persona. La universidad es el último tramo formativo en el que el estudiante se puede convertir, con plena conciencia, en ciudadano; es el lugar de debate donde, por definición, el espíritu crítico tiene que florecer: un lugar de confrontación, no una isla donde el alumno desembarca para salir con su diploma.”

La postura es un desafío permanente: “habría que tender a que el objetivo que lleva en el nombre –la universalidad- al menos estuviera presente en las distintas facultades y se expresara un espíritu abierto, que obliga a reflexionar, que capacita para el análisis, implica dominio de los conceptos, información sobre lo que es el mundo en que vivimos, las distintas sociedades humanas, las contradicciones, la historia que nos ha hecho ser como somos, el pasado colectivo y el presente individual y plural que tenemos que levantar. Así, al final de una carrera universitaria podremos tener un ingeniero, sí, pero sobre todo un ciudadano consciente de serlo.”

Más nos deja Saramago: ideas sobre la democracia, un concepto gastado y engañoso; su crítica al uso falaz de la palabra liberalizar, que tanto significó como deseo, o su llamado a borrar –incluso del diccionario- las utopías (una construcción a cien o doscientos  años) para trabajar en el mañana. Se puede o no estar de acuerdo con Saramago, en lo que no se debe disentir es en la necesidad de discutir con razones la educación y la universidad.

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