CRÓNICA SEDENTARIA / Contra las ganas de morir en otoño

Por Avelino Gómez

Si me pregunta le diré que la tarde de ayer era de un color poco alentador. Cobrizo. Cobrizo-desaliento o Cobrizo-presagio. No sé decirlo bien a bien. Aunque es de observarse que, en estas latitudes y en esta temporada del año, las tardes así son comunes. No debería extrañarnos, pues, esa sensación de extravío y desencuentro que dan los días amarillentos. Es como saber que algo grave está pasando y los demás, la gente de la calle, no se ha enterado todavía.

Pero es de suponer que esa sensación es postiza: en realidad no está sucediendo nada digno de preocupación (y, si así fuera, a la gente ni le interesaría saberlo). Las tardes son tristes y ya, no hay nada subyacente en ello.

¿A usted le gustan los cielos sombríos a las seis de la tarde? A mí sólo de vez en cuando. Los prefiero con mucho café, sin azúcar y poca plática. Quizá para alejarme de esa sensación que ya le comentaba.

Aunque le diré que conozco personas a quienes las tardes les da hambre. Tan pronto como el cielo toma un color cobre, se van a los restaurantes a pedir platillos extravagantes. En su defecto, se quedan en casa cocinando una pasta para quince personas, aunque no tengan invitados a cenar.

De igual, conozco a quienes prefieren, literalmente, tomarse la tarde. Será que un cielo crepuscular va bien con un vaso de vino. Esa leve nostalgia sólo puede ser compensada con licor y cerveza. Por otro lado, quienes tienen y pueden, buscan distraer esa sensación de ahogo yéndose de compras.

No es extraño que mientras la tarde y las calles se vean un tanto desoladas, dentro de los centros comerciales la gente hace festivas filas frente a las cajas de pago. Para que el mundo parezca menos triste y aburrido, no hay nada como comprarse una podadora a doce meses sin intereses. Aunque uno no tenga patio ni jardín.

Cada quien y cada cual tiene un remedio contra el síndrome de la tarde funesta.

Recientemente, y gracias a los notarios públicos, descubro que hay más remedios para combatir la mortificante melancolía de los cielos que se apagan. Resulta que hay una campaña denominada “mes del testamento”. Según esta campaña, los trámites notariales para elaborar un testamento son una verdadera ganga, A mí, esto me parece una oferta difícil de ignorar. Y más vale ser precavidos, porque ya sabe usted: aparte de que la gente tiene esa mala costumbre de morirse, a veces lo hace de manera imprudente, sin avisar o dejar una lista de pendientes. Así ha sucedido en estos últimos meses. La pandemia nos ha quitado gente de manera abrupta; tan repentinamente se fueron que no dejaron dicho cómo sobrellevar sus ausencias.

Y no sé si sea conveniente decirlo pero creo que sentarse a escribir un testamento (aunque sea apócrifo), ayuda a sobrellevar esa sensación casi funesta que tienen las tardes otoñales. Así, por ejemplo, aunque uno no tenga ni en qué caerse muerto, se puede tomar papel y lápiz y apuntar frases como “y a Singracio, mi querido hermano, le dejo mi colección completa de discos del maestro Palito Ortega”; o bien, “y a mi bella prima Águeda, que pasaba los días felices con nosotros, le dejo un contradictorio prestigio de almidón y de temible luto ceremonioso”.

Y si usted es de temperamento bucólico, también puede escribir cosas como: “Les encargo que no me entierren en sagrado, me entierran en tierra bruta donde me trille el ganado…”, etcétera.

Sí. Escribir un testamento parece una buena opción para evadirse de las tardes apocalípticas que nos brinda el otoño y la pandemia.