Cómo funcionan los sistemas de salud en el mundo

De América a Asia, de África en Europa, ningún país escapa del gran viento de la reforma de los sistemas de salud. A priori, habría muchas razones para regocijarse. Pero las necesidades están yermas y las pandemias siempre obran para que el statu quo tenga efectos imposibles.

Mientras que Estados Unidos, campeones de la privatización, o China, que la experimentó con vigor de los nuevos conversos, traten de limitar la lógica mercantil para una cobertura universal, los países ricos se fijan como objetivo principal reducir el papel del Estado y los gastos mutualizados. Caso contradictorio y asombroso de la historia. En el momento exacto, cuando el modelo norteamericano, el ejemplo más terminado, prueba su ineficacia, el mercado queda a la deriva —aunque se preconiza aquí y allá el retorno del Estado.

Del segundo rango mundial para sus gastos de salud (15,3 % del PIB en 2007), los Estados Unidos pasaron al trigésimo por la esperanza de vida «en buena salud» (69 años). Con tales resultados, se comprende que el presidente Barack Obama hubiera tomado el toro por los cuernos para extender la protección a un número más grande, aunque los problemas no se reducen a la cobertura social.

La idea de protección social apareció en el siglo XIX con la generalización de la revolución industrial y el nacimiento de las grandes concentraciones obreras. A través de las sociedades de socorro mutuo, luego su extensión por sistemas de seguridad social —el primero lo creó el canciller alemán Otto von Bismarck en 1883— los dirigentes políticos y económicos tienen como objetivo asegurar una mano de obra en buena salud, capaz de resistir al choque de condiciones abrumadoras de trabajo. Serán tanto más forzados a eso como se desarrollan luchas sociales para el mejoramiento de las condiciones de vida.

Así, después de la segunda guerra mundial, nacen sistemas diversos destinados a garantizar la cohesión social. Dispositivos con la lucha de las clases, en cierto modo. En Francia, la Asamblea consultiva provisional precisa, el 5 de julio de 1945, que la seguridad social “responde a la preocupación de liberar a los trabajadores de la incertidumbre del día siguiente (…)” A escala planetaria el “derecho a la salud para todos” es reconocido; lo que conducirá a la creación de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en 1948. Sesenta años más tarde, a pesar de los compromisos renovados por los ciento noventa y cuatro países de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 1978, todavía hay rezagos considerables.

Ninguna fatalidad ni misterio

Lo primero son las desigualdades inconmensurables, particularmente entre naciones. Mientras la medicina tuvo progresos indiscutibles, treinta y un países (de África del Sur, como Botswana y Gabón, pero también Rusia o Ucrania) vieron cómo su esperanza de vida “en buena salud” retrocedió entre 1990 y 2006. África ampliamente queda en la cola de pelotón: 29 años de esperanza de vida en Sierra Leona; 33 años en Angola; 37 años en la República Democrática del Congo (RDC)… En el otro extremo, Japón caracolea en la cabeza (75 años).

Por cierto, las comarcas donde se muere tan temprano son también víctimas de enfrentamientos internos o de guerras con víctimas innumerables. Pero estas poblaciones, por falta de cuidados en cantidad y calidad, sufren ante todo enfermedades infecciosas (malaria, tuberculosis, enfermedades diarreicas, VIH-SIDA) que prosperan en la miseria y por falta de equipos sanitarios. No hay fatalismo ni misterio. Este tipo de afección, concentrado en los países del sur (África, ciertas naciones de Asia como Timor Oriental, Laos, Bangladesh, Birmania), se reduce con desarrollo económico y el fenómeno es llamado por los especialistas “transición epidemiológica”. En los países ricos o emergentes dominan los padecimientos crónicos (cardiovasculares, respiratorios, diabetes, cáncer).

Desde luego, estos últimos son frecuentes en los países en vías de desarrollo, donde aumentan con la aparición de clase media (Ghana, Gabón, África del Sur, Paquistán). Lo mismo, infecciones que habían desaparecido en países desarrollados —tal la tuberculosis— volvieron en primer plano. Por eso, el diagnóstico fundamental según el cual la riqueza del país y el nivel de los gastos sanitarios son determinantes para el alargamiento de la vida no es inamovible.

Los treinta países de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), que tienen la longevidad más grande, concentran el 90% de los gastos mundiales de salud mientras que cuentan sólo con 20% de la población. África subsahariana, con 12% de la población mundial, representa menos de 1%. Ningún milagro, pues. Así, los recursos dedicados a la salud alcanzan el 3,5 % del Producto Interno Bruto de Sierra Leona y el 2,1 % en el Congo, mientras que sobrepasan el 8% en Japón y el 11% en Francia. Si el ejemplo norteamericano prueba que siempre no son bien empleados los recursos, deben sin embargo alcanzar un nivel que baste para salir de esta “fatalidad de la muerte”, que no debe nada a la naturaleza y mucho menos al reparto de las riquezas.

Según el economista Amartya Sen: “Deberíamos poder todos suponer que las injusticias, la falta de curas médicas o la ausencia de medicinas podrían ser eliminadas sin esperara a que se esté de acuerdo en la visión de la sociedad que hay que promover (…) A la manera de Condorcet, que en su tiempo puso el principio del fin de la esclavitud, hay que plantear esta cuestión de la injusticia.”

Si el dinero es el nervio de la guerra contra la enfermedad, también hace falta un ejército de personal sanitario, así como armas eficaces (medicinas, equipos, educación). El acceso a los cuidados depende también de la organización sanitaria y del modo de financiación. Podemos distinguir tres grandes sistemas: el nacido de la colonización, el formado por los ex países comunistas y la vigente en los países desarrollados, a menudo adoptado con variantes por los países emergentes.

Como herencia de la huella colonial, los setenta y nueve países de África, el Caribe y del Pacífico (ACP) desarrollaron una arquitectura piramidal. Encontramos allí el nivel primario con dispensarios locales y, a veces, equipos móviles, el nivel secundario con hospitales generales, por fin el nivel terciario constituido por unidades especializadas (clínicas) y centros universitarios. Hasta mediados de los años 80, los fondos del Estado y organizaciones internacionales permitieron asegurar un equilibrio precario.

Pero, anota la OMS en su informe 2008, “las políticas de ajuste estructural [negociadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial] quebrantaron seriamente el sistema de sanidad pública; el abismo entre la oferta privada y pública de cuidados se ensanchó”. Añade: “la desregulación y liberación del mercado de los sistemas de salud los vuelve muy ineficaces y costosos; acentúa las desigualdades y conduce a cuidados de calidad mediocre, incluso a veces peligrosos.” Y cita el ejemplo del RDC, donde se designa la expresión “cirugía safari” una práctica común de ciertos agentes de salud que consiste en efectuar apendicectomías y otras intervenciones quirúrgicas en el domicilio del enfermo, a menudo a precios exorbitantes”. La penuria se acompaña siempre de la corrupción.

En cuanto a las ayudas internacionales (OMS, Unicef, programas de la ONU, bilaterales y grandes fundaciones), indispensables y tan dependientes de socios comanditarios múltiples, que a veces dificultan establecer la menor coherencia en su ejecución. Las reformas, cuando existen, se refieren en la construcción o la renovación de los centros de cuidados primarios y hospitalarios.

Una anécdota sorprendente. Como se sabe, desde principios de 2010, varios países europeos trataron de desembarazarse excedentes de vacuna H1N1. Según la OMS, “noventa y cinco países pobres los habrían necesitado”. Sin embargo, por falta de equipo para transportar los productos y medios humanos para administrarlos correctamente, sólo dos habían podido conseguirlo”. Interroguemos las proyecciones de la OMS concernidas a la pandemia de gripe A, y notaremos que son, sin duda, más dependientes de la presión de los laboratorios que de la realidad médica.

Construir una red de cuidados es necesario. Pero no bastan instalaciones y servicios, disponibles y accesibles, pero insensibles a la cultura. El ejemplo peruano es claro: los programas destinados a retirar la mortalidad maternal fueron suspendidos hasta el momento cuando tomaron en consideración la costumbre de las mujeres de dar a luz puestas en cuclillas y abastecieron de los equipos adaptados. Sentido común simple. Es significativo que en África o hasta en la India los sistemas coloniales hubieran importado los métodos occidentales, ignorando las prácticas y las destrezas locales (cuando no los combatieron). La China de Mao hizo lo contrario apoyándose en la medicina tradicional, que, acoplada a las terapias occidentales, entonces contribuyó a reducir ciertas enfermedades infecciosas.

En Rusia vivimos menos que en 1990

Otro gran sistema, el de los antiguos países comunistas del bloque soviético, fue fundado en los grandes hospitales, los sanatorios. Los cuidados de proximidad prácticamente no existían. Ya poco eficaz al fin del antiguo régimen, este modelo estalló con la caída de las subvenciones públicas atada a la conversión de estos países a los dogmas liberales y al hundimiento económico.

Las dificultades de vida, la pérdida de los indicadores colectivos condujeron a comportamientos de riesgos (violencia, alcoholismo reforzado), en el mismo momento cuando los fondos para la salud retrocedían (supresión de las medicinas gratuitas, la privatización de sectores hospitalarios, vetustez de los equipos). El resultado: la esperanza de vida «en buena salud», que estaba en Rusia de 69 años en 1990 cayó a 66 años en 2006; de 70 a 67 años en Ucrania; de 65 a 64 años en Kazajstán… El mal seguimiento de los tratamientos hasta se tradujo por la llegada de enfermedades “mutantes”, como la tuberculosis, en especial prevaleciente en las prisiones superpobladas de Rusia, donde la promiscuidad e inadecuación de los cuidados permitieron su emergencia. Hoy, los esfuerzos se refieren en la constitución de una red primaria de cuidados y la consolidación de un sistema de seguridad social. Pero los resultados no están en la escala de las esperanzas.

Queda el caso de los países ricos, donde el acceso masivo a los cuidados pasa por los médicos especialistas, los hospitales internistas, así como establecimientos ultrapuntiagudos. En el interior de este conjunto podemos distinguir sistemas donde la gratuidad es garantizada y financiada por el Estado (Suecia, el Reino Unido); los sistemas de seguro de enfermedad (Alemania, Francia, Japón) dónde la oferta puede ser pública o privada y el pago mutualizado de los cuidados; por fin, los sistemas mayoritariamente privados (los Estados Unidos o países de Europa central).

Si ellos todos parten de la necesidad de proteger a las poblaciones de los avatares de la vida, la opción (pública o privada) de salida tiene consecuencias. En Europa, desde la segunda guerra mundial, prevalece la idea que “cada uno debe financiar el sistema con arreglo a sus sueldos —y no en virtud de su estado de salud— y debe ser asistido según su estado de salud —y no de sus ingresos”, recuerda el investigador Bruno Palier. Los principios son generosos. Sufrirán golpes importantes de cortaplumas.

En este conjunto de países, por muy extraño que parezca, el importe de los gastos de salud apenas es correlacionado en el estado sanitario global y en la esperanza de vida. De hecho, no basta con gastar más para vivir más. Así, Japón, cuya esperanza de vida “en buena salud” es de 75 años dedica sólo el 8,1 % de su PIB a la salud —menos que Francia (el 11,4 % y 72 años de esperanza de vida), Suecia (el 9,1 % y 73 años) o el Reino Unido (el 8,4 % y 71 años). Esta paradoja aparente se explica por el hecho de que los modos de vida, las condiciones de trabajo o el alimento influyen también en la longevidad.

En cambio, la organización de las relaciones entre el enfermo y los médicos, el control (o no) del precio de las medicinas y el peso de la prevención tienen un impacto directo sobre los gastos. En Estados Unidos la factura farmacéutica es más pesada (dos veces la media de los países de la OCDE), antes que Canadá, Grecia o Francia —esta última acumula consumo fuerte y alto nivel de precios. Otro campeón de la prescripción de medicinas, China, el segundo mercado farmacéutico del mundo: mal pagados, los médicos, habilitados para vender los remedios que prescriben, no vacilan en alargar la lista para redondear sus fines de mes…

En Suecia, Noruega o el Reino Unido, la gratuidad es garantizada para los cuidados de base. Los equipos son públicos y la retribución del médico la cubren el Estado o las colectividades locales en forma de salarios (y no de pago en el acto como en Francia, por ejemplo). Evidentemente, cuando las finanzas públicas se adelgazan, los servicios se transforman en listas de espera. Fue una de las consecuencias del largo periodo de Margaret Thatcher. En 2001, el 22 % de los británicos pacientes debían esperar más de tres meses (trece semanas, exactamente) antes de obtener una cita simple al hospital; el 27 % habían esperado seis meses antes de ser operados.

LA OCDE descubre la Luna

A pesar de muchas vacilaciones, el gobierno laborista rehizo los medios destinados al sistema sanitario (aumentó el número de médicos y enfermeras, su salario, reactivó inversiones). Los resultados son patentes, hasta quedan debajo de los de Suecia o Noruega, donde los cuidados de calidad son asegurados y accesibles a todos. Contrariamente a las ideas vueltas a cernir por los fanáticos de “todo con el mercado”, no es pues el sistema público el que conduce al desastre sino el desempeño del Estado. También podemos observar que la factura global de los gastos de salud se revela menos pesada cuando las protecciones son colectivas y cuando la parte privada (pagada por las familias y/o compañías de seguros) es la más débil, como en Japón (el 17,7 % de los gastos) o en Suecia (16,1 %), contra el 20,2 % en Francia y cerca de la mitad en Estados Unidos…

Para convencernos, basta estudiar al más liberal de los sistemas, el de Estados Unidos, que celebra sus fallos en serie, a punto que algunos hablen de «no sistema». Para la población activa, su financiación reposa en la empresa, que cofinancia un contrato de seguro de enfermedad cerca de organismos privados. Los dos tercios de los asalariados son cubiertos así. Los trabajadores autoempleados, a tiempo parcial o ejerciendo en pequeñas empresas deben contratar pólizas individuales mucho más onerosas.

La sanción es inmediata: fuera de la empresa, el punto de derechos. La cuestión es más crucial ya que la tasa de desempleo oficial no deja de aumentar, tuteando el 10 %. Los jubilados de más de 65 años tienen derecho a Medicare, que asegura a una encargada mínima, y los más pobres a Medicaid. En cambio, para los que no entran en estas categorías, es la nada. En el país que se cita como modelo de éxito, el sexto de la población no dispone de ninguna protección.

De hecho, hasta en los países que disponen de sistemas sanitarios más desarrollados, las desigualdades quedan abiertas. El economista de la salud, Richard Wilkinson, subraya que en los Estados Unidos “las mujeres blancas de los barrios más ricos tienen una esperanza de vida de 86 años, contra 70 años para las mujeres negras de los barrios más pobres”. Dieciséis años de desviación no es nada.

Por su parte, la OMS considera que “886 202 muertos habrían podido ser evitados entre 1991 y 2000 si se hubieran igualado los índices de mortalidad entre los estadounidenses blancos y los afroamericanos”. Al comparar, sigue la organización, “con las 176 633 vidas salvadas gracias a los progresos médicos”. Otro ejemplo dado por este estudio: en los barrios bajos de Glasgow, en Escocia, la esperanza de vida al nacimiento es de 54 años, inferior al de la India.

Esta situación no se explica ni siquiera por razones sanitarias o financieras. Según la OMS, las poblaciones desfavorecidas acumulan los handicaps: “educación mediocre, falta de equipos sociales, paro e inseguridad del empleo, malas condiciones de trabajo y barrios peligrosos, además de sus repercusiones sobre la vida familiar.” Estos factores sociopsicológicos, a los cuales Wilkinson añade la autoestima o el miedo del día siguiente, juegan plenamente. En los países ricos estar pobre por la noche es gravemente para la salud.

Estupefacto por su propia diagnóstico, los expertos de la OMS, más bien acostumbrados al lenguaje diplomático, no mastican sus palabras: “esta disparidad no es, en ningún caso, un fenómeno ‘natural’, sino resultado de políticas que premian los intereses de algunos en relación con otras, la mayoría de las veces los intereses de una minoría poderosa y rica a favor de los intereses de una mayoría desprovista.”

Aun para la neoliberal OCDE reconoce que la privatización agrava las dificultades: “sólo un pequeño número se adhiere ahora a la idea de que la competencia ofrece la solución apropiada. (…) Las virtudes del mercado se vuelven mucho menos evidentes.” Sus expertos escriben que “la sociedad puede necesitar poner en ejecución medidas tales como la regulación del mercado para corregir sus fallos y, en los casos extremos, abandonar el mercado para otra atribución de los recursos”. ¿La OCDE descubriría, por fin, la Luna?

No soñemos. En los Estados Unidos, las camarillas de la seguridad tienen bastantes paradas políticas entre los demócratas para salvar sus privilegios. En Francia, la privatización se apresura en los hospitales. La seguridad social está sometida al mismo régimen. Mientras que reembolsó hasta 76,5 % de los gastos de salud (en 1980), no asegura más que el 73,9 %. Y es sólo una media. Si las afecciones de duración larga (cáncer) se encargan casi totalmente de los cuidados corrientes, que conciernen a la mayoría de la población, no son reembolsados más que al 55 % por término medio. El profesor Didier Tabuteau da la alarma: “hay una privatización de la protección social”. ¿Hará falta que la esperanza de vida en ciertos barrios caiga al nivel de Bangladesh para medir los riesgos incurridos? Ya, en 60 años, la de los obreros es de siete años inferior a la de los ejecutivos. Ahí radica la esencia del problema. Y no es atendido en la dimensión de su importancia.

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