Cinco postales de Cuyutlán

  1. Es una vieja fotografía en blanco y negro que vi en alguna parte. En ella se puede observar a Lázaro Cárdenas sentado en la playa de Cuyutlán. Sus ojos miran al frente, a la línea del horizonte donde el mar pretende fundirse con el cielo. Alrededor de Cárdenas hay media docena de personajes, la mayoría con indudable facha de políticos o líderes sindicales colimotes. Supongo que al momento de haberse tomado la foto, el general y su comitiva hacían tiempo mientras llegaban los cocos con ginebra y los camarones a la diabla. Cárdenas mira atento hacia el mar, como diciendo: “Si no nos ponemos abusados, de seguro una de esas olas se sale y revuelca mi investidura y, de paso, a estos lambiscones”.

  1. En Los días del amor, quizá la película más personal de Alberto Isaac, el personaje principal, un adolescente de nombre Gabriel (que algo tenía del joven Isaac) se escapa de los convencionalismos del Colima en tiempos de la guerra cristera, y se va presumiblemente a una playa de Manzanillo (aunque en las imágenes podemos reconocer la playa de Cuyutlán) en compañía de una mujer mayor de quien está colimotamente enamorado. Poco le dura el gusto. Su tío Vicente, quien es presidente municipal (llamarse Vicente y ser presidente es mal augurio), va en su busca y lo regresa a casa, dejando a Gabriel con la dolorosa certeza de que, en el mar, la vida íntima es más sabrosa y que días como aquellos no se volverán a repetir.
  2. A mí me hubiera gustado llegar a Cuyutlán disfrazado de personaje de una película de Alberto Isaac. Pero no: arribé a la playa en calidad de mí mismo que, como todos sabemos, es un papel que no otorga mayores emociones. Cuyutlán es la perfecta metáfora playera de nuestro escenario político regional. Nada parece cambiar. Las calles están igual de polvorientas que hace treinta o cuarenta años y muchas de las casas están en el olvido y en ruinas, igualito que las políticas culturales. Disfrutar un día de playa en Cuyutlán es darse cuenta que en los paraísos terrenales no hay secretarías de Desarrollo Social. Ahora bien: instalar una sombrilla y cuatro sillas frente el mar y, además, cobrar por uso, es muestra de que el paraíso ya se perdió.
  3. Elijo mi lugar bajo la sombrilla. Emulando a mi general Cárdenas, me dedico a vigilar que una de las olas de Cuyutlán no se salga y revuelque mi dignidad. Un poco después empiezan a desfilar los vendedores de collares y pulseras hechas con piedritas de colores traídas de China.

—Un collar, joven.

—No, gracias.

—¿Una pulsera?

—No.

—¿Un rosario de conchitas?

—No.

—Ándele joven, paqueseche un rosario.

—No, gracias. Soy ateo.

  1. Los vendedores se alejan un poco. Me dedico a ver el mar que, dicho sea de paso, en Cuyutlán parece un mar salvaje. A diferencia del mar de Manzanillo, que parece un mar domesticado por los barcos. Los vendedores ambulantes se reorganizan. Atacan de nuevo: ¿Un llavero? No. ¿Una concha pintada a mano? No. ¿Un destapador playero? No. ¿Unos aretes? Ya mejor ni contesto. Los vendedores al fin desisten y se alejan sombrillas adentro. Sigo mirando el mar, en espera de la inevitable puesta de sol. Entonces recuerdo que en estas aguas regaron las cenizas de Alberto Isaac. Entre el estruendo de las olas creo escuchar una carcajada del director de Mujeres Insumisas. Siento un escalofrío. Me arrepiento de no haber comprado el rosario que minutos antes me ofrecían. Las olas de Cuyutlán, de algún modo, demandan respeto.