Los desaparecidos de un desaparecido

Crónica sedentaria

Avelino GÓMEZ

La desaparición involuntaria de una persona genera oscuridad. Una oscuridad creciente que cubre a los familiares del desaparecido, pero también a la colectividad, a la sociedad misma.

Un día, acá en Manzanillo, conocí a una mujer a quien le desaparecieron a tres hijos en un mismo día. Francisco, Miguel y Julio. El mayor tenía 28, el de en medio 22 y el menor 17. Un día salieron los tres juntos de casa, rumbo al trabajo, y ya no regresaron. A partir de ahí, la oscuridad se le echó encima a la familia. A la madre, principalmente, quien durante casi dos años los buscó por todos lados.

En ese proceso de búsqueda ella también iba desapareciendo poco a poco. Y empezó a desaparecer cuando fue al ministerio público a denunciar la ausencia inexplicable de sus tres hijos, pues desde ese mismo momento los funcionarios de la dependencia criminalizaron a las víctimas. Y a ella, que los buscaban, le negaron el derecho de un trato humano y digno, la relegaron a un espacio social donde fue invisible para el aparato de justicia. Y fue así que la mujer también fue desapareciendo.

Por casi dos años ella fue y vino por oficinas de gobierno, visitó cárceles, buscó en las noticias diarias los hallazgos de fosas clandestinas, recorrió las morgues cada semana. Los funcionarios apenas sí la veían cuando aquella mujera, disminuida ya en su esfuerzo, entraba a una oficina para preguntar sobre los avances de su denuncia. Al fin, a pesar de su invisibilidad, alguien le explicó la necesidad de hacer una prueba de ADN. Y entonces los encontró. A Francisco, a Miguel y a Julio. Los tres estaban en una misma fosa, apenas reconocibles.

Lo que ella recuerda, dolorosamente, es que a sus tres hijos se los entregaron en dos ataúdes No había dinero para más. Pero ella, desaparecida entre sus propias desaparecidos, al fin pudo tener un poco de luz, saberse otra vez visible, reconocerse como una víctima que pedía atención, justicia.

La historia de esta mujer no es distinta a la que en este momento están viviendo los familiares de los más de 600 desaparecidos en Colima. A pesar que hace poco menos de un año se creó la Comisión de Búsqueda de Personas de Colima —comisión similar a la que opera en otros estados y que responden a la Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas, vigente desde hace un par de años— y que desde hace más tiempo existe en el aparato del gobierno estatal una comisión ejecutiva de atención a víctimas (la CEEAVI), prevalece todavía la invisibilidad de los afectados cuando demandan atención a sus casos.

Por eso, y buscando una manera de hacerse visibles, se han ido formado colectivos de familiares de los desaparecidos. Se dieron cuenta que es mejor agruparse y hacer comunidad, tender redes y emprender sus propias búsquedas. Además, ante la falta inmediata de atención de las instancias creadas para tal fin, los afectados se las ingenian para hacerse de recursos que les permita continuar su búsqueda (vender barras de chocolates u organizar una kermés, todo les sirve).

Y han aprendido a responder, con urgencia, ante la señal de alarma cuando alguien anuncia que un familiar no llegó a casa, porque saben que nadie debería pasar por la misma angustia. Y es así que ellos se niegan a ser invisibles ante la indolencia de un sistema de gobierno que les regatea sus derechos.

¿Y nosotros? No nos hemos dado cuenta —quizás por falta de solidaridad y empatía— que cuando desaparecen a un hombre o una mujer de nuestra ciudad, también desaparecen nuestros derechos humanos más fundamentales: vivir con total libertad y sentirse seguro. Nuestras ciudades van desapareciendo cuando, por miedo, abandonamos sus calles y plazas.

Todos, de algún modo, somos parte de los desaparecidos.