Las mujeres y el trabajo

ENSAYO

Pilar Ballarín, Margarita, M. Birriel, Cándida Martínez y Teresa Ortiz

(Universidad de Granada, España)

Rubén Carrillo Ruiz, traductor

Desde el principio de la historia, las actividades productivas de las mujeres fueron esenciales para la conservación y desarrollo del núcleo familiar. La mayoría de estas acciones apuntala trabajos domésticos y se tradujo en la producción de objetivos, alimentos y reproducción de la fuerza de trabajo.

La preparación de los alimentos, la fabricación de los trajes e instrumentos de trabajo, el abastecimiento de agua, la colecta de bosque, la conservación del fuego, el cuidado de animales domésticos, la venta en los mercados locales de productos de la granja, la educación de los niños, la preparación y la administración de remedios y medicinas fueron tantas tareas productivas sin las cuales ningún grupo humano no puede desarrollarse.

Estas condiciones tienen consecuencias particulares en las sociedades precapitalistas donde producción y parentesco están atados profundamente. En estas circunstancias, la mayoría de las mujeres fue explotada, tanto en su trabajo como en su capacidad de reproducción.

El producto de su trabajo y su cuerpo fue controlado por el marido, el padre, el tutor o el patrón. En general, los hombres se encargaban de la gestión y la administración de los asuntos familiares, gracias al lazo marital y parental o de dependencia, reforzado por su posición pública y política.

A lo largo de la historia, las mujeres estuvieron encargadas de mantener y de reproducir estas unidades domésticas por su trabajo, su tiempo y sus facultades. Sin embargo, el trabajo doméstico de las mujeres nunca ha sido considerado como tal, sino parte fundamental de su «virtud», esencial para la familia y el bienestar de la «sociedad”.

En las antiguas sociedades las primeras teorías concernientes a los estereotipos sexuales presentaban el trabajo de las mujeres como una «virtud» y atribución “par nature” de las mismas. Es significativo que los primeros tratados sobre la economía definieran claramente las tareas femeninas como propias a su condición. Las teorías clásicas griegas serán recuperadas por escritores romanos. Así, Columela, en el primer siglo opina:

«…la naturaleza orientó el trabajo de la mujer sobre las tareas domésticas, y el de su marido sobre los trabajos exteriores… Casi todo el trabajo doméstico fue específico a las mujeres, como si los padres de familias, volviendo a sus casas para descansar, rechazaran las tareas domésticas… La mujer se esforzaba por aumentar y mejorar con toda su atención los bienes de su marido para fructificar el bien común, de modo que la precisión de la mujer para efectuar las tareas del hogar fuera estar a la altura de la malicia del marido para tratar los asuntos exteriores». (Columela, De re rustica, 12, prefacio).

Y esta precisión de las mujeres en la ocupación de «sus tareas» fue considerada no solo contribución al buen funcionamiento de la unidad doméstica, sino igual al conjunto de la comunidad. Lo que hizo decir a Aristóteles respecto al sujeto de la política:

«…el derecho de las mujeres también va en contra de régimen y el bienestar de la ciudad, porque de la misma manera que el hogar consta del hombre y de la mujer, la ciudad debe ser considerada dividida en dos partes más o menos iguales: los hombres y las mujeres; de modo que en los regímenes donde la condición de las mujeres es mala, habrá que considerar que la mitad de la ciudad está sin ley…» (Aristóteles, La política, II, 1269-1270).

En el curso de los tiempos, el quehacer doméstico femenino ha sido regido por estos dos puntos de vista. Por una parte, considerado como un trabajo agotador y no reconocido e incapaz de aportar prestigio social y político. Por otro, alabábamos los méritos atribuidos a las mujeres debido a su «naturaleza» limpia, y el prestigio de las mujeres fue atado a su buena reproducción.

A cada época y en todos los países de Europa, reencontramos testimonios de esta ideología doble. Los discursos sobre las virtudes de las mujeres abordaban principalmente el tema del hogar. El español Fray Luis de León (siglo XVI) declara en La novia perfecta que «ella debe quedarse en su casa y siempre estar presente en todos los escondrijos de la casa y sus pies sirven para recorrerlos todos y no para recorrer los campos y las calles».

Puntos de vista similares fueron expresados en la época de la Reforma. Para Lutero, «una mujer piadosa y creyente de Dios es un beneficio raro… Ella regocija a su marido. Trabaja el lino y la seda, le gusta servirse de sus manos, se gana la vida en la casa. Se levanta temprano por la mañana… pues la noche puede disminuir sus facultades. Gobierno de la casa y trabajo son sus tesoros». Calvino lo dice de modo más claro y actual: «el hombre en la oficina y la mujer en la cocina». (Anderson y Zínser 1991: 271-289).

Los discursos de las mujeres son muy diferentes. Una mujer de Hampshire, en 1739, describe su vida doméstica después de su día de lavandera:

«… nuestras tareas domésticas se suceden de modo incesante; para su llegada en el hogar intentamos acabar nuestro trabajo: arreglamos la casa, cocinamos en la cacerola tocino, preparamos las habitaciones y alimentamos a los cerdos; luego esperamos delante de la puerta para verle llegar y ponemos la mesa para su cena. Por la mañana siguiente nos ocupamos temprano de todo, vestimos a los niños, les damos a comer, planchamos sus trajes…»

Las mujeres y el trabajo en medio rural

El trabajo agrícola apareció como un prolongamiento del trabajo doméstico y fue atribuido a las mujeres por «naturaleza». Sin embargo, en los trabajos agrícolas de los campesinos son considerados como actividades domésticas, es interesante observar la contribución de las mujeres a la agricultura en todas las sociedades europeas de cada época.

Una granja sin mujer es inconcebible. Ningún hombre puede encargarse de la explotación si no tiene mujeres. En los primeros textos referidos a la agricultura en el siglo VII antes de J.C., notamos ya que un agricultor debe tener un buen buey y una mujer. Las mujeres campesinas constituyen una parte esencial de la población femenina desde la Antigüedad hasta el siglo XIX, y en ciertas regiones de Europa hasta la mitad del siglo XX.

Son las hijas y las mujeres de los pequeños campesinos, los siervos, los aradores o jornaleros. Pero también en esas sociedades las esclavas trabajan la tierra y se emplean como jornaleras con salarios bajos. El trabajo de estas mujeres es duro e implica todo tipo de acciones agrícolas. Ellas siembran, escardan, siegan y cosechan las olivas, preparan y mantienen las herramientas; se ocupan de las huertas y del ganado; ordeñan las cabras y las vacas y esquilan los corderos; se ocupan de las aves de corral; participan en la elaboración del vino, cerveza y aceite; preparan la grasa utilizada en ciertas sociedades para la luz o el alimento que reemplaza el aceite. También participan en las tareas atadas a la preparación y conservación de los productos: ocuparse del grano, y molerlo; ponen en conserva los productos de primavera y de verano. Una criada de la Inglaterra rural del siglo XIV se queja de su situación en estos términos:

«… Debo aprender a afilar, rastrillar, cardar, tejer, lavar los conejos y elaborar manualmente bebidas, vigilar el horno, hacer malta, amontonar la leña, deshierbar, ordeñar, alimentar a los cerdos y lavar sus porquerizas…» (Hanawalt1986 162).

Precisamente, el aspecto productivo es tomado en cuenta para definir las calidades requeridas para las mujeres en la cabeza de una granja. Esta mujer debe ser joven, pero no demasiado, y tener una salud robusta para resistir a los días de vigilia y otros trabajos. En efecto, en los matrimonios o uniones entre campesinos, las capacidades femeninas que participan en el trabajo son apreciadas más que otros criterios de orden personal o afectivo. Otras calidades requeridas iban en el mismo sentido.

La mujer no debe ni ser fea ni bella para no distraer a su marido de las tareas productivas; no debe ser glotona, perezosa ni supersticiosa o atraída por los hombres. Las buenas condiciones físicas de las mujeres eran esenciales para afrontar las numerosas actividades de las que debían ocuparse cada año.

La importancia económica de las mujeres en el mundo rural explica que desde la Antigüedad, ciertos libros sobre «la agricultura» consagran capítulos enteros que detallan sus deberes al frente del hogar, tanto para las tareas durante el año como temporales. (Martínez López 1994: 12-23).

Así, cuando la tierra estaba dispuesta para ofrecer sus frutos, las mujeres deberían estar dispuestas a extraer de eso la rentabilidad más fuerte. En primavera, cuando la tierra todavía no estaba en el período de producción máxima, prepararán las vasijas para conservar las verduras, cosecharán las hierbas aromáticas para los aliños, la salmuera, el vinagre de vino y comenzarán a poner en conserva las primicias. Durante el verano, el mejor momento para la cosecha de cereales, frutos y verduras, la actividad de las mujeres se intensificará con la preparación, el aliño y conservación de cebollas, peras y ciruelas; secarán las manzanas, los higos y los sorbes para el invierno: apretarán las uvas, harán vinagre de higo, etc.

Pero entre todos estos trabajos, hay que subrayar la importancia de las vendimias. Columela declara que «no dejaremos de educar a la mujer para que sepa y encargue de todo lo que se hace en la casa en relación con las vendimias», y deberá dirigir desde allí las actividades tales como preparar cestas, canastas e instrumentos, lavar los pozos, las prensas, lavar los recipientes y la bodega: «durante las vendimias, la mujer en la casa no se aleja ni de la prensa ni de la bodega de vino, para que quienes sacan el mosto lo hagan cuidadosa y propiamente, de tal modo que el ladrón no tenga la oportunidad de robar una parte de este bien».

“Durante toda la Edad Media reencontramos la mano de obra femenina que trabaja en los viñedos en Italia, Francia o España. «Después de las vendimias del otoño, vienen las preparaciones de los frutos, las cuales ocupan la atención de fama de casa…», incluso la conservación de los membrillos, peras, manzanas, la preparación de las olivas verdes o de las granadas. Todas estas tareas eran indispensables para que la unidad doméstica tenga una dieta variada y equilibrada durante cada año. Finalmente, «llega el frío del invierno y la colecta de las olivas pide la atención de la mujer al igual que las vendimias» con preocupaciones y tareas similares. (Columela, De re rustica XII).

Las mujeres nórdicas participaron en estas actividades productivas. En Finlandia, la producción agrícola estuvo también basada en la cultura de cereales, de leche y sobre la economía forestal. A un grado inferior, reencontramos en todos los países y a cada época situaciones de unidades agrícolas dirigidas por mujeres solas, después de las guerras o la defunción del marido. Excepto las que pertenecen a la clase social favorecida, las mujeres a menudo viven en la pobreza y afrontan el trabajo con recursos pobres. Esta copla de una campesina rusa del siglo XIX es un buen ejemplo,

«… Y ahora que la guerra se acabó, quedo sola en vida. Soy el caballo, el buey, la esposa, el hombre y el granero». (Citado enAnderson y Zinser 1991: 143).

Las mujeres contribuyen así de modo significativo a la economía doméstica. La economía del medio rural sería hasta inconcebible sin ellas. Si el ciclo de producción de la tierra es importante, el proceso anual de elaboración y transformación de los productos queda esencial para toda unidad doméstica. El equilibrio alimentario, y por consiguiente la reproducción del grupo dependen de eso en gran parte. La división sexuada del trabajo, en ese caso considerada como natural, era fundamental para reproducir el modelo económico

El trabajo asalariado femenino

Aunque la historia tradicional siempre haya encerrado a las mujeres en las paredes de la casa, tuvieron sin embargo una presencia activa en las ciudades. Las mujeres trabajaron en la ciudad desde su origen aunque las metrópolis no tuvieran la misma importancia en toda Europa. En efecto, los países nórdicos, en particular Finlandia y Noruega, siempre tuvieron una actividad fuerte y agrícola. La primera ciudad representada por los frescos de Micenas mostraba a mujeres portadoras de agua.

Desde este tiempo, la mayoría de las mujeres, las clases medias y modestas ocupó las calles, plazas y otros centros citadinos para trabajar en eso. En las ciudades europeas, tanto en la Antigüedad como la Edad Media y hasta el siglo XX, ciertos lugares fueron frecuentados en su mayoría por mujeres y construyeron espacios de sociabilidad femenina por excelencia.

Habría que subrayar, en primer lugar, la importancia de las fuentes, lugar particularmente atado a las mujeres en colectividad. El abastecimiento de agua es una de las tareas reservadas para las mujeres desde el principio de la vida urbana. Hay que anotar el carácter colectivo de la actividad relativa al agua. La fuente tiene el mismo significado para las mujeres que el sitio público para los hombres, un lugar de encuentros para intercambiar opiniones e informaciones. Es un lugar público, en su mayoría femenino y, por consiguiente, inherente al trabajo. En el mismo sentido, habría que analizar los lavaderos o los talleres de hilandería o de tejido. (Martínez López 1995a: 14-19).

Mientras que los hombres se encuentran en el ágora, el tribunal, ayuntamiento o el casino, la sociabilidad femenina se vincula en general al trabajo exterior que, en la práctica, es un prolongamiento del trabajo doméstico, pero que les permite tener contacto con otras mujeres de la ciudad, hablar e intercambiar informaciones y sentimientos. El mercado constituye otro espacio público relacionado con el trabajo. Las mujeres tienen puestos de verduras y aves de corral, como vendedoras de los productos agrícolas, que ellas cultivan, vigilan y preparan. Esta práctica se mantuvo desde la Antigüedad y a lo largo de la historia de las ciudades occidentales. Los mercados, con mujeres mercantes, clientes, mujeres de la clase social menos favorecida y, en ciertos casos, de las clases elevadas, son a la vez lugares de trabajo y espacios de encuentro e información para las mujeres. (Martínez López 1995b: 41-54).

Pero, además de estos trabajos realizados por las mujeres en zonas urbanas, hay que mencionar particularmente su presencia en los talleres artesanales y en las actividades derivadas del desarrollo de las ciudades medievales. En Italia, Inglaterra, Francia y Holanda las mujeres animan numerosas actividades y ciertos oficios son exclusivamente femeninos. El libro de los oficios, de Étienne Boileau, en el siglo XIII designa como oficios femeninos a los que utilizan como materia prima la seda y el oro, es decir, los dos más apreciados y buscados de la época.

Los archivos de París de finales del siglo XIII y principios del siglo XIV citan quince oficios exclusivamente femeninos: trilladoras de oro, trilladoras de seda, trilladoras de estaño, las creadoras de sombreros de oro, urdidoras y cardadoras. Otras profesiones son mixtas, por ejemplo la confección de la ropa blanca. Los oficios en los cuales hombres y mujeres podían participar en igualdad son numerosos. En Francfort, entre los siglos XIV y XVI, las mujeres participaban en 201 tipos de actividades, monopolizaban 65, eran mayoritarias en 17 y en número igual con los hombres en 38 (King 1993: 91). En Estrasburgo, en el siglo XV, las mujeres figuraban en las listas de trabajo como herreras, orfebres, carreteras, vendedoras de cereales, jardineras, modistas y toneleras. Más de una tercera parte de los 1434 tejedores de la ciudad eran mujeres. En Gante, en el siglo XIV, las mujeres abundan entre los recaudadores, los prestamistas, los hoteleros, etc. (King 1993: 93).

Pero en numerosas ciudades, la presencia femenina en ciertos oficios no fue apreciada y se les negaba el acceso a muchas corporaciones. Así, en Inglaterra las mujeres estuvieron admitidas en una corporación solo en ocasiones raras, generalmente cuando eran esposa o viuda de un artesano principal. Sin embargo, en muchas ciudades francesas, las mujeres no se contentan con trabajar sino también crean sus propias empresas o cuerpo de oficios con aprendizas, obreras, maestras así como sus propios reglamentos internos, que estipulan—en caso de problemas— las mujeres, hasta casadas, deben asumir totalmente las responsabilidades:

«…Toda mujer casada que ejerce un oficio en ciudad, en el cual su marido no interviene, deberá ser considerada como una mujer sola para todo lo que concierne a su trabajo. Y en caso de disputa, ella deberá responder y asegurar su alegato como una mujer sola, aceptando la ley y tomando su defensa delante del Tribunal para un alegato o una confesión.» (Citado en Power 1979: 73-74).

Estos reglamentos se registran en numerosas ciudades europeas, tanto francesas, como inglesas u holandesas.

A partir del siglo XVI, con diferencias según los países, las mujeres comienzan a ocupar otros puestos que los tradicionalmente reservados para ellas. Pero son excluidas de ciertos cuerpos de oficios y encuentran siempre más dificultades para trabajar en los talleres. Las condiciones de trabajo de las mujeres se deteriorarán progresivamente en la Era Moderna, pues conservarán solo las tareas más ingratas, mal pagadas y menos prestigiosas. En el siglo XVII, los principios de la industrialización acentuaron estas tendencias desplazando a las mujeres hacia los sectores productivos más marginales.

Ahora examinemos la prostitución, una actividad que ocupó un espacio público desde la Antigüedad y a lo largo de la historia. Desde la creación de las ciudades, ciertos lugares están destinados a este oficio. Estos cuartos se desarrollaron en general en los accesos de las ágoras, del foro o de la plaza pública. En Atenas, la prostitución se ejercitaba cerca de Cerámica, el cuarto próximo al ágora; en Roma, cerca del foro, es decir de los lugares frecuentados por los hombres. En las ciudades medievales, ella tomaba plaza cerca de los mercados y lugares de reunión política. Por otra parte, la organización de la prostitución es compleja como lo demuestra la diversidad de las viviendas utilizadas para este efecto: casas perfectamente equipadas para una prostitución de «lujo», de pequeñas e insalubres cabinas de los cuartos de las pobres prostitutas a la ocupación individual en los espacios y las calles públicas (arcos, portales, etc.).

Nuevo orden económico y laboral de las mujeres en los siglos XIX y XX

Una de las consecuencias principales del proceso de industrialización que se desarrolla, según los países europeos entre los siglos XVIII y XX es la desaparición de la familia como unidad productiva, la separación entre trabajo reproductivo y productivo y el desplazamiento del trabajo productivo del hogar al taller o la fábrica. El trabajo a cambio de un salario, propio del nuevo sistema económico, no modificó sin embargo al principio la participación tradicional en el proceso productivo de todos los miembros de la familia: adultos y niños, hombres y mujeres. (Borderías et al 1994).

El nuevo orden económico creó inmediatamente una segregación sexual en el trabajo. En la mayoría de los casos, las mujeres fueron asignadas a las tareas reproductivas y los hombres a las actividades productivas. Así, la misma naturaleza de las actividades y la remuneración eran diferentes según los sexos. Durante el siglo XIX, los discursos de los reformadores sociales, médicos y legisladores identificaban al trabajo femenino a ciertos empleos y a una mano de obra barata. Las relaciones entre los sexos se organizan, sancionando el orden social, que adquiere así forma y sentido (Scott 1993). En este contexto, solo las situaciones de escasez de mano de obra masculina (las guerras, por ejemplo) llegan a trastornar esta organización social.

En la mitad del siglo XIX, los autores de los tratados inglés (Adam Smith) y francés (Jean Baptiste Say) argumentan sobre estos hechos:

a) Los salarios de los hombres deben ser suficientes para mantener a su familia, lo que valora su trabajo y permite al hombre adquirir el estatuto de creador de recursos en la familia y responsable, en último lugar, de la reproducción.

b) Las mujeres son principalmente consideradas como esposas dependientes de sus maridos trabajadores; las consideramos menos productivas y como una mano de obra barata. (Scott 1993, Tilly y Scott 1987).

Este discurso es recuperado por médicos, educadores y legisladores, que identifican a la mujer ideal como la señora de la casa, madre y educadora de los niños, muy útil en el tiempo de expansión industrial donde los índices de natalidad y mortalidad infantil disminuyen, los salarios de los trabajadores aumentan y el modelo de economía familiar de consumo se establece poco a poco. Este ideal de la mujer de casa es diferente según los países. Así, en Finlandia (país rural con un porcentaje débil de población burguesa y de clase media) el mundo rural estima que la mujer debe trabajar en el hogar pero igual en los campos.

A lo largo del proceso de industrialización, la actividad productiva de las mujeres no conoció un crecimiento similar al de los hombres, sino sigue las mismas variaciones a pesar de las diferencias nacionales: educada al principio, en la fase de transición entre economía doméstica e industrial; disminuye en los periodos de expansión industrial y aumenta de nuevo cuando el sector terciario se desarrolla.

La industria textil es el sector de actividad que acogió la mayoría de la mano de obra femenina del sector secundario en toda Europa, gozando así de los bajos salarios de las mujeres. El mismo fenómeno se produjo en España y en Finlandia con las fábricas de tabaco, donde las cigarreras representaban la mayoría de la mano de obra. Aparte de la industria, la agricultura (sobre todo en el continente) y el trabajo doméstico reunían la parte mayor de la población activa femenina en el siglo XIX. La mayoría de las trabajadoras fue empleada, sin embargo, en sectores más tradicionales: en los mercados, las tiendas, la venta callejera, el transporte de mercancías, la limpieza, la costura, la confección de flores artificiales, la orfebrería o la fabricación de trajes.

En 1861, en Inglaterra, el primer país industrial, el 40 % de las mujeres empleadas trabajaban en el sector doméstico y el 20 % en la industria textil. En España, en 1860, las proporciones eran similares para el sector doméstico. En cuanto a la industria textil, en 1841, las hilanderías catalanas empleaban a tantas mujeres como hombres (cerca de 32 mil) y 17 mil chicos y chicas. En Finlandia, a finales del siglo XIX, el 29% de la población activa femenina se consagraba a los trabajos domésticos y el 7% trabajaba en la industria. Entre estas mujeres, el 46% fueron empleadas en el sector textil y el 12 % en las fábricas de tabaco. (Capel 1986, Manninen 1990).

En todos los países europeos en el siglo XIX y a principios del siglo XX, las mujeres asalariadas eran jóvenes y solteras en general. En Finlandia, por ejemplo, a finales del siglo XIX, el 79 % de las mujeres que trabajaba en la industria era soltera y tenía una edad media de 27 a 28 años. Este hecho no tiene explicación única, ya que resultan varias estrategias femeninas, personales y familiares. A finales del siglo XIX, las condiciones de trabajo en la industria comienzan a ser reglamentadas por las empresas y los Estados, respondiendo tanto a las reivindicaciones de los sindicatos como a los intereses económicos de la industria misma. En Finlandia, las obreras lucharon para reglamentar las condiciones de trabajo.

Las primeras reglamentaciones sobre las condiciones de trabajo concernían a las mujeres y a los niños, sector minoritario de la actividad industrial, pero siempre comúnmente considerados vulnerables y necesitaban una protección. Estas reglamentaciones especiales fueron fundadas sobre razones físicas, morales, prácticas y políticas. Se creía que las mujeres eran psicológicamente ineptas para trabajar debido a la fragilidad de su organismo, que el trabajo perjudicaba a su capacidad de procreación, los cual les impedía ocuparse de su familia. Se creía que corrían peligro de sufrir agresiones sexuales durante las salidas nocturnas, que el contacto en el trabajo con los hombres las perjudicaba. Por consiguiente, esta reglamentación concernía a diversos aspectos de la vida de las mujeres, tales como el día de trabajo, la asistencia médica, la sustitución en caso de embarazo, pausas destinadas a la lactancia y prohibía el trabajo de noche.

Pero, de modo contradictorio, estas reglamentaciones fueron aplicadas solo a las mujeres que trabajaban en la industria y no en la agricultura y el sector de los servicios, las fuentes principales del trabajo femenino. Durante años, las reglamentaciones para mejorar las condiciones de las trabajadoras, sirvieron de hecho para salir fiadoras de la segregación por el sexo y justificar las diferencias de remuneración y estatuto, siempre inferiores para las mujeres. (Scott 1993, Capel 1986, Nash 1993, cf.4.2.2.).

En el sector de los servicios, al principio del siglo XX, notamos una evolución del trabajo doméstico hacia los empleos de «cuello blanco» (secretarias, mecanógrafas, archiveras, vendedoras de sellos, telegrafistas y telefonistas, maestras de escuela, enfermeras, asistentes sociales), la mayoría de los nuevos empleos perpetuaban la tradición del trabajo de mujeres asalariadas a puestos no productivos. En general estas actividades fueron creadas como empleos baratos y reservados para las mujeres. En Francia, en 1906, las mujeres representaban el 40% de la fuerza de trabajo de este sector. (Tilly y Scott 1989, Manninen 1990, Borderías et al 1994).

La parte mayor de los oficios de «cuello blanco» están ocupados por mujeres que pertenecen a las clases medias, el grupo social relativamente nuevo en el mundo del trabajo. Aunque ellas constituyan solo una minoría de las mujeres activas, su origen social y aspiraciones a la independencia económica las diferencia de otras mujeres. Además, su presencia es más amenazadora que la de las obreras no calificadas. Estas mujeres inspiraron ampliamente los discursos sobre la domesticidad: las mujeres deben consagrarse a su familia porque su identidad está basada en el estatuto de madre y esposa.

Más allá de los límites de estos empleos femeninos, desde finales del siglo XIX, un número creciente de mujeres contemplan el acceso a sectores profesionales más calificados, necesitando una formación universitaria, tales como las profesiones liberales. Al principio del siglo XX, los niveles crecientes de escolarización, el aumento de la edad del matrimonio, la situación demográfica debida a las guerras y el desarrollo de las clases medias, favorecen el acceso de las jóvenes a los estudios superiores y, por consiguiente, a los empleos más calificados y a mejor estatuto social.

Otros factores también favorecieron el acceso al trabajo: la lucha de las mujeres por la participación a la vida pública, su ingreso en la ciudadanía, el vuelo del capitalismo, el nuevo mercado de trabajo así como la educación. Sin embargo, en este contexto los puestos creados especialmente para las mujeres son pocos y se desarrolla la integración a las profesiones hasta entonces masculinas. La profesión entonces es definida como un tipo de ocupación que necesita un periodo de formación específica y un monopolio en la ocupación del trabajo. Este monopolio es descendiente de procesos históricos más o menos largos durante los cuales el género, particularmente la exclusión de las mujeres, jugó un papel importante como mecanismo de control social.

Una de las primeras profesiones que necesitan una formación universitaria, a la cual las mujeres acceden en el siglo XIX, es la medicina, a pesar de las resistencias encontradas en la mayoría de los países europeos (Bonner 1992). La polémica que se desarrolló en el mundo médico reactualizó el viejo discurso científico sobre la inferioridad de las mujeres y su incapacidad biológica en el trabajo. (Ortiz 1993).

Esto, sin duda, alguna ha tenido un papel clave en la organización de las profesiones sanitarias y de la enseñanza, los dos sectores más afeminados en el siglo XX después de los trabajos domésticos. El sector de la salud ofrece un buen ejemplo de las políticas sexuadas puestas en ejecución y subraya la importancia de estas políticas en la organización actual de la profesión, donde la segregación sexual y la discriminación de las mujeres, oficial o implícitamente, son omnipresentes. (Riska y Wegar 1993).

Bajo el término «profesiones sanitarias y sociales» designamos todas las profesiones que desarrollan una actividad relacionada con la salud de las personas, como la comadrona, la enfermera, el fisioterapeuta, el médico, la farmacéutica, el dentista o el veterinario. En resumen, la participación de las mujeres a estas actividades se aumentó durante el siglo XX. En los años 1920-1930, las mujeres representaban el 70% de los empleados de este sector y esta cifra no ha dejado de aumentar hasta la fecha. Pero, como para otras actividades asalariadas, la participación de las mujeres en las profesiones sanitarias y sociales está marcada por dos características: su exclusión durante siglos de las profesiones más calificadas (medicina, farmacia, odontología, medicina veterinaria) y una segregación horizontal del trabajo para otras actividades, segregación que las acantonó en profesiones consideradas femeninas (enfermera o comadrona), pero que también creó dominios reservados en las profesiones tradicionalmente masculinas. Observamos, por ejemplo, en toda Europa una concentración de las mujeres en las especialidades tales como pediatra, ayudante de laboratorio o médico general, de modo que las especializaciones en cirugía o cardiología eran reciente y exclusivamente reservadas para los hombres. (Ortiz 1987, Riska y Wegar 1993).

Esta política de discriminación sexual influyó sobre la identidad y la misma naturaleza de las profesiones clasificadas según un orden de valores culturales. Hoy todavía estas tradiciones dificultan el acceso de las mujeres a ciertas profesiones.

http://www.helsinki.fi/science/xantippa/wef/wef21.html

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