La ingrata tarea de amar al pueblo

Crónica sedentaria

Por: Avelino GÓMEZ

La ingratitud de los ciudadanos impide que siempre estemos pensando en nuestros gobernantes. Digo ingratitud, aunque puede ser mucho más que eso. Contrario a las ilusiones que puedan tener nuestros políticos, nunca nos levantamos de la cama preguntándonos cómo habrá amanecido el gobernador o el presidente de la nación.

La historia nos ha enseñado que el sueño más disparatado de un líder político es pensar que el pueblo lo ama. Nada más alejado de la realidad. La humanidad difícilmente se quiere a sí misma; y sólo un necio se atrevería a decir que ama a su pueblo. Entendiendo por pueblo a ese montón de gente a quienes les urge que las acciones de un gobierno repercutan en su calidad de vida.

Para fortuna (o desgracia) de ya no sé quién, nos hemos hecho de un presidente que se empeña, cada mañana, en declarar cuánto ama a este país; pero también cuánto odia a su habitantes. No hay contradicción. Se puede amar la idea, pero no al objeto que representa tal idea. Uno hasta imagina a nuestro mandatario escribiendo en su diario frases célebres como la siguiente: Amo al pueblo porque lo gobierno, pero lo odio cuando no se deja gobernar.

El amor oficialista, si tal cosa existe, es un chiste mal contado. A nivel local (escribo desde Manzanillo) la alcaldesa de este municipio ha hecho del amor una proclama de gobierno. En los comunicados oficiales es posible leer frases como “por amor a Manzanillo cargamos diez sacos de cemento”. ¡Vio! El amor por el pueblo todo lo puede.

Y es que es fácil manifestar amor a la gente desde una posición política privilegiada, siempre y cuando esa gente —cuando se convierta en gentuza— no contravenga ni ponga en tela de juicios las afirmaciones gubernamentales. Nada de echar abajo la verdad oficialista, porque ese amor tornará desprecio.

En un país donde la desconfianza es galopante, el presidente Andrés Manuel López Obrador no sólo presume ser el único mexicano capaz de dar amor así como quien da un puñado de cacahuates; también pretende ser el único poseedor de la verdad. Porque “la mentira es reaccionaria y la verdad revolucionaria”, dijo recientemente Andrés Manuel en su natal Tabasco, donde los asistentes a un mitin lo contradijeron respecto al cumplimiento de ciertas promesas de campaña.

A ese paso megalómano, nuestro supremo líder será el único revolucionario, y todos los habitantes de este país pasaremos a ser las huestes reaccionarias. Desesperados y desesperanzados como somos ante los plazos y promesas gubernamentales, no extrañe que a ojos de López Obrador dejemos de ser “el pueblo bueno” cuando se le demanden resultados concretos. Agotado el tema del combate a la corrupción y las consignas en contra de “los conservadores”, el amor de Andrés Manuel por este país tendrá que buscar más palabras bonitas para los desconfiados oídos del mexicano.

Ahora que lo pienso me parece que, en efecto, es una tarea ingrata esta la de amar al pueblo.