La guerra en Colima

Crónica sedentaria
Por: Avelino GÓMEZ

Las últimas semanas en Colima han sido, por decir lo menos, terribles. No sólo la pandemia ha hecho que nos replegáramos en nosotros mismos, también la violencia cotidiana ha puesto el horror en las calles. Tiempos complejos los que ahora corren.

Tantas violencia desatada en Colima no puede significar otra cosa que una guerra. Pero ¿Cuántas facciones están en pugna? ¿Quiénes van ganando? Y la guardia nacional, ¿es una de esas facciones? ¿Hay treguas o se libran batallas a perpetuidad? ¿Y los civiles? ¿Cuántas bajas civiles van? ¿Resignadamente nos siguen considerando “el daño colateral” del que una vez habló nuestro gobernador?

Y, por cierto, ¿qué papel están asumiendo los gobernantes federales, estatales y municipales? Los ciudadanos no lo sabemos, y apenas lo imaginamos. Por el momento nuestros servidores están enfrascados en sus propias batallas políticas. Una elección se acerca y es necesario pelear por el espacio de poder. Lamentable. Muchos de ellos son tan solitarios e insoportables que sólo les emociona el espacio de poder y no el espacio público. Vaya, hasta el mismo titular de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, Alfonso Durazo, abandona su cargo para ir en busca de una aventura política. Así estamos. Así estaremos en los próximos meses.

Mientras tanto usted, como yo, seguramente se ha enterado de las noticias alarmantes. Ejecutados, desaparecidos, balaceras, fosas clandestinas. Y el campo de batalla es la ciudad. Los estragos de esta guerra no declarada suceden aquí a dos cuadras, ahí nomás en la avenida, allá en la calle que lleva a la escuela, en este lado del jardín, aquí cerca de la casa paterna, en el umbral de la tienda de abarrotes, afuera del taller mecánico de acá a la vuelta.

A estas alturas, la pandemia parece un mal llevadero. Usar cubrebocas, mantener la distancia, renunciar a la fiesta familiar y usar alcohol en gel ya es casi una normalidad. Lo anormal, y a lo que no podemos ni debemos acostumbrarnos, es a estos hechos de sangre. Y sin embargo y no obstante suceden todos los días: mañana, tarde o noche.

¿Cómo negar esta realidad? ¿Cómo desviar la vista o evitar pensar en esos hombre y mujeres que han caído —que siguen cayendo— en agresiones que no entendemos del todo? ¿Conviene hablar o no hablar públicamente de todo esto? ¿Qué papel —otra vez vuelve la pregunta— están asumiendo los gobernantes mientras la ciudad, nuestro espacio, es un campo de batalla sin facciones identificables? ¿Y los que aspiran a un cargo o sueñan con subir un peldaño en su minúscula escalera partidista? Son tan lúgubres en su silencio. Llegará el día de la elección y vamos a votar por ellos. ¿Y qué más?

Ahora mismo, en esta noche calurosa —y mientras escribo esto— otro joven ha caído. A balazos. En El Colomo, una comunidad porteña donde constantemente suceden hechos similares. Leo la nota en el portal de noticias y lamento seguir escribiendo, porque parece que redacto un parte de guerra. ¿Qué hizo este joven? ¿Qué hicimos o no hicimos los demás? Y sobre todo: ¿Qué haremos? ¿Cómo escribir que la vida importa, que es sagrada, mientras allá afuera el tableteo de pistolas gritan lo contrario?