Guerrero: la violencia de género como uso y costumbre

EL ARCÓN DE HIPATIA
POR: Saraí Aguilar

¿En la montaña de Guerrero, ahí se venden a las niñas? Esa pregunta lanzó el mandatario a manera de respuesta ante los reclamos por su indiferencia por la venta de niñas en la sierra de aquella entidad.

“No, puede ser la excepción, pero no la regla porque hay muchos valores en los pueblos indígenas”, afirmó el titular del Ejecutivo en su conferencia mañanera.

Hace unas semanas Grupo Reforma publicó que en La Montaña de Guerrero, según oriundos, por “usos y costumbres” se paga por niñas a partir de los nueve años de edad desde 40 mil hasta 200 mil pesos o, incluso, pagan con ganado o cerveza. Una práctica sobre la que las autoridades permanecen apáticas.

Si bien la Ley General de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes establece que la edad mínima para contraer matrimonio es la de 18 años cumplidos y la Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas y para Proteger y Asistir a las Víctimas de estos Delitos también establece como edad mínima para el matrimonio los 18 años cumplidos, esto no es obstáculo en la sierra.

Se arguye que el Artículo Segundo de la Constitución ampara los usos y costumbres, pero éstos no pueden atentar contra los derechos humanos tutelados en el Artículo Primero.

El abogado Abel Barrera, director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, en entrevista para La Jornada, analizó que si bien podemos observar una estructura patriarcal, es cierto que las peticiones de mano, hasta hace unas tres décadas, eran un tema comunitario y transparente. Para él, ciertos cambios, específicamente la llegada de los dólares con los migrantes, han deteriorado las prácticas tradicionales y “hoy se ha vuelto una compraventa denigrante para las niñas en primer lugar, pero también para las familias y sus comunidades”.

Para Josefa Sánchez Contreras, quien pertenece al pueblo zoque de San Miguel Chimalapas y es doctorante en Estudios Mesoamericanos en la UNAM, la situación no es simplemente “el pueblo es bueno por su ignorancia” o “todo señalamiento es una denuncia”. Como toda problemática social, es compleja su interpretación pues se debe de conocer a fondo para poder dilucidar en el intricado tejido cultural. En su artículo para el Washington Post señala: “Es necesario ir más allá de esta dicotomía racista, pues ésta alimenta el linchamiento que se ejerce contra los modos de vida de los pueblos indígenas […] pero tampoco se trata de escudarse detrás de la imagen del buen salvaje para omitir las violencias que se viven dentro y fuera de las sociedades comunitarias.”

Lo que tenemos en claro es que urge que se atienda la violencia estructural y sistemática que han enfrentado desde siempre las mujeres en Guerrero. Violencia infligida por los propios implicados al tratarlas como objetos, y por el Presidente al ser omiso, escudándose tras un supuesto respeto a los usos y costumbres, con los que las abandona a su (mala) suerte.

Y también por una sociedad que se escandaliza solo ante la violencia de género en los pueblos indígenas y no por la que asola a las mujeres en las ciudades.

 

Columna publicada con la autorización de Saraí Aguilar Arriozola