El euro hace caer a Europa

Cuando, en 1941, Altieron Spinelli, Eugenio Colorni y Ernesto Rossi firmaron el famoso Manifiesto de Ventonene [el texto de referencia para todos los que creen en una Europa verdaderamente unida, N. del T.], llamaron a una “Europa libre y unida”. La siguiente declaración de Milán en 1943, que fundó el movimiento federalista europeo, reafirmó el compromiso por una Europa unida y democrática. Todo esto se inscribió en el marco de la continuación natural de la búsqueda democrática de Europa, inaugurada por el movimiento europeo de los Iluministas, que, en su momento, inspiró al mundo entero.

Es por ello que resulta muy penoso que haya tan poca inquietud sobre el peligro que amenaza en la actualidad al régimen democrático de Europa, el cual se manifiesta de manera insidiosa en la prioridad acordada a los imperativos financieros. La tradición del debate público democrático se ve debilitada por el poder incontrolado que detentan las agencias de notación que de facto dictan sus programas a los gobiernos democráticos, a menudo con el apoyo de las instituciones financieras internacionales.

Conviene aquí distinguir dos posturas diferentes.

La primera se refiere a lo que el periodista y economista Walter Bagehot (1826-1877) y el filósofo John Stuart Mil (1806-1873) consideraban como la necesidad de un “gobierno en debate”.

Y así como los guardianes de las finanzas deben procurar una visión realista de las acciones a tomar, el espacio público democrático debe estar siempre muy atento. Eso es algo muy importante.

Pero esto no significa que se les debe otorgar el poder supremo ni que ellos puedan dictar su ley a los gobiernos democráticamente elegidos, sin que Europa ejerza ninguna resistencia organizada.

El poder de las agencias calificadoras debe estar contenido y enmarcado por personalidades políticas que ejerzan un poder ejecutivo al nivel europeo. Sin embargo, ese poder no existe por ahora.

Segundo punto, no estamos de acuerdo en que los sacrificios impuestos por los caballeros de las finanzas a los países en dificultad constituyan el remedio decisivo para asegurar la perennidad a largo plazo de su economía, ni tampoco que esos sacrificios sean capaces de garantizar la de la zona euro, en el marco no reformado de un sistema financiero o integrado y de un club de la moneda única con una misma composición.

El diagnóstico de los problemas económicos según lo establecen las agencias de calificación no tiene en modo alguno el rango de verdad absoluta, contrariamente a lo que estas últimas pretenden. Recordemos que el trabajo de certificación de los establecimientos financieros y de las empresas realizado por las agencias antes de la crisis económica de 2008 fue tan lamentable, que el Congreso de Estados Unidos consideró entablar juicios contra ellas.

Dado que ahora gran parte de Europa se esfuerza en controlar lo más rápido posible los déficits públicos por la vía de recortes en los ingresos, es esencial estudiar con realismo cuáles serán las repercusiones de las medidas adoptadas con ese fin, tanto en la vida cotidiana de la gente como en la creación de ingresos públicas para el crecimiento económico.

Lo que hace falta ahora, además de un proyecto político más ambicioso, es una reflexión económica más amplia sobre los efectos y la eficacia de esta estrategia de reducción máxima de los déficits con “sangre, sudor y lágrimas”.

La noble moral del “sacrificio” tiene innegablemente efectos embriagadores. Es la filosofía del corsé “ajustado”: “Si la señora se siente cómoda en él, es que necesita una talla de menos”. Pero si los llamados al rigor financiero se traducen demasiado mecánicamente en ajustes brutales y drásticos, se corre el riesgo no sólo de imponer más privaciones de lo necesario, sino también de matar a la gallina de los huevos de oro del crecimiento.

Esta tendencia a ignorar el papel del crecimiento en la producción de ingresos públicos debería ser parte de los primeros temas a tamizar la reflexión crítica, y esto desde Gran Bretaña a Grecia.

Con información de Milenio

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