Enviado Essaú López / Ciudad de México.- Al fondo de la calle San Luis Potosí solo se veían brazos levantados con el puño cerrado acompañados por el silencio que representaba esa señal.

Casi 100 metros atrás, en el cruce de San Luis Potosí e Insurgentes ya había un ‘ejército’ de civiles que se organizaba para recibir y preparar paquetes con agua, comida, equipo médico y material de trabajo.

Eran cientos de desconocidos entre sí pero que parecían actuar como si hubieran crecido juntos y entrenado para eso.

Para el momento en el que llegué desde Colima al cruce de San Luis Potosí y Medellín en la Colonia Roma Norte donde había un edificio hecho pedazos bloque por bloque, ya habían transcurrido 19 horas desde el sismo de 7.1 grados con epicentro en Axochiapan, Morelos.

La Roma, del Valle, Narvarte, La Obrera, Condesa, Polanco, Xochimilco y muchas otras colonias de la ciudad parecían una zona de guerra.

Apenas el 7 de septiembre, el país se había doblado ante el dolor de los mexicanos de Chiapas y Oaxaca, ese sur mexicano – que ha sido castigado por la corrupción, abandono y explotación –  recibió un golpe de la naturaleza como nunca.

Fue por casualidad que el 19 de septiembre, horas después de que se había realizado un simulacro nacional para conmemorar el Día Nacional de Protección Civil, que se puso a prueba nuevamente a los mexicanos.

Y no, no somos, lo que algunas naciones dicen sobre nosotros para demeritarnos, tampoco lo que muchas veces nosotros mismos creemos que somos.

Bastaba tener los ojos abiertos para ver que por cada metro cuadrado de destrucción había cientos de acciones, hechos y palabras más, que aplastaban esa percepción de indiferentes, divididos y flojos.

El periodismo me ha acercado a las tragedias y al dolor de uno o miles de ciudadanos.

Sismos, huracanes, ciclones, tormentas, inundaciones, levantamientos civiles, enfrentamientos armados una y otra vez, todos han dolido, aunque para escribir, primero haya tenido que callar y guardar los sentimientos.

Pero nunca sentí como ahora que el corazón estuviera a punto de salirse de mi pecho.

Mientras apretaba los labios y buscaba imágenes con mi cámara o anotaba datos en mi cuaderno, yo estaba hinchado de orgullo, me sentía parte de todos, orgulloso de los gritos que salían de cada mujer y hombre a mi alrededor.

Mientras hacía fotos de los primeros rescatistas bajando por los escombros en la calle Medellín, solo pensaba en las víctimas, el desastre, cuánto sufrimiento y trabajo se necesitaría para superar el dolor.

Sin embargo cualquier rostro que observaba estaba lleno de coraje y pasión. No había miedo.

Aunque las autoridades habían pedido que los ciudadanos que no tuvieran motivo para salir no lo hicieran, había miles en la calles trasladándose a las zonas de desastre.

En la calle Medellín había casi 100 elementos federales, militares – la mayoría custodiando el área – y de protección civil, pero los voluntarios los superaban 5 a 1.

En short, con botas, con chalecos improvisados, cascos de la CFE, de ciclista y hasta de futbol americano, cualquier protección para la cabeza la usaban para cubrir el primer requisito y no quedar fuera de la fila para entrar a remover escombros, pero sin dudarlo todos habrían ayudado hasta desnudos.

Los voluntarios llegaban por cientos, con palas, picos, barras de metal, martillos, serruchos cuerdas y hasta cubetas de agua vacías que utilizarían para acarrear escombros.

Nadie quería quedar fuera. Hubo quienes lloraron por haber llegado sin casco y no ser incluidos en la fila.

Esta imagen contrastaba con la escena fabricada por un reportero internacional que estaba a un metro del perímetro de seguridad.

Él, con saco y sin corbata,  solo observaba y platicaba con su equipo, pero cuando recibió la señal de entrar al aire, cambió el semblante a tristeza y se apresuró a meterse por la fuerza en la fila humana que estaba hombro con hombro pasando paquetes de agua para los voluntarios y así aparentar – durante su enlace – que hacía algo por la tragedia.

No, no era necesario mentirse, ni mentirle a su audiencia, la tragedia hablaba por sí sola, y no, los tres minutos que cargó paquetes de agua, eso no haría la diferencia.

Las autoridades operaban como lo esperábamos, pero los ciudadanos se habían volcado para ayudar, se transportaban en metro, tren ligero, camionetas, tractocamiones, a pie, en bicicleta o motocicleta.

Para las 9:00 horas los ciclistas y motociclistas ya se habían convertido en el mejor sistema de transporte para medicinas y víveres. Clubes de motociclistas abrían camino a  las ambulancias, transportaban equipo médico y se ofrecían para recoger ayuda.

Los taxis de todos los sitios de las zonas afectadas habían llenado los cristales con leyendas de apoyo y avisos de traslados gratis para familiares de víctimas o para quienes necesitaban movilizarse en busca de familiares.

En ese momento la ayuda civil ya se movilizaba al mismo nivel que Protección Civil Nacional, Ejército y Armada.

Pero hasta ese momento solo se veía en los civiles la desesperación por ayudar y contrastaba con los rostros serios de los militares que se preocupaban más por proteger la zona.

“Queremos ayudar, déjenos entrar, hay gente enterrada, por favor déjennos pasar, ustedes solo están parados y abajo hay personas que pueden estar vivas”, recriminaba un grupo de voluntarios en esta zona donde el control era militar.

El cruce de la avenida Insurgentes y San Luis Potosí en la Roma, era un caos organizado, nadie se gritaba entre sí, automóviles, autobuses y gente a pie encontraban en espacio para circular sin gritar una sola ofensa, incluso comenzaron a circular como es usual en algunas calles de Colima, uno y uno.

A pocas cuadras de ahí en las calles Cacahuamilpa y Ámsterdam el control lo tenían los ciudadanos.

Ahí también estaba destruido otro edificio. Cuántas personas atrapadas había, no se sabía, pero daba igual, así fuera uno o diez, ninguno de los presentes estaba dispuesto a ceder en su esfuerzo por salvar una vida.

Las filas y vallas de resguardo eran de civiles, ellos ordenaban el ingreso de voluntarios o especialistas.

“Se necesitan paramédicos, herreros, carpinteros, cargadores”, se escuchaban los gritos de civiles al fondo de la calle Cacahuamilpa.

Aquí el control lo ejercían los ciudadanos adultos con el respaldo de los jóvenes.

En el centro de las dos hileras de jóvenes había un mini ejército de voluntarios esperando la señal para entrar al edificio destruido.

Cada hombre y mujer que pasaba por las vallas rumbo al edificio, era alentado con aplausos y con gritos de ánimo, en medio de la tragedia esto era oro molido en su lucha por salvar una vida.

En esta calle, un joven delgado y alto que estaba al fondo de la fila daba instrucciones a los voluntarios que parecían preparatorianos.

“Necesitamos una fila para pasar agua y comida, aquí rápido”, gritó el joven. – Todos reaccionaron y en segundos estaban formados- .

Él vio a una chica delgada y un poco baja de estatura en la fila y le dijo en voz alta, “no es ofensa para ti y para todos, es en serio, en esta fila necesitamos cargadores, ¿vas a poder?”, le preguntó, ella no se movió un solo paso y afirmó con la cabeza que sí, decir no puedo no era una opción.

Ese día vi a cientos compartir el mismo recipiente de agua con el de a lado, abrazar a un extraño para animarlo a seguir buscando, ese 20 de septiembre no vi un México dividido, se olvidó el color de piel, ropa o dinero, todos fueron uno, incluso se multiplicaron con un mismo fin y sentimiento.

Cerca de la calle Ámsterdam no solo había ciudadanos dispuestos a trabajar y arriesgarse en los escombros, había decenas de jóvenes que llegaban con su mochila llena de recipientes con agua o comida para regalar.

“¿Necesitan agua?, ¿ya comiste?, tengo tortas para que coman, las hicimos en mi casa para ustedes”, repetían una y otra vez, hasta entregar todo.

A esa hora – las 15:13 horas – la cifra oficial ya era de 223 fallecidos: 93 ciudad de México, 69 Morelos, 43 Puebla, 13 Estado de México, 4 Guerrero y 1 Oaxaca, y eso aumentaba la tensión de las autoridades y voluntarios por apresurar los trabajos de rescate.

Pero la tensión de los medios por el colapso de la escuela Enrique Rébsamen en Xochimilco, provocó que las estrategias del Ejército y Armada se focalizaran en ese punto.

Desde la noche anterior, la zona fue sellada por el estado mayor presidencial por la visita del presidente, Enrique Peña Nieto, la existencia de alumnos atrapados en la escuela aumentaba el reto de las autoridades ante la opinión pública.

Fue cuestión de tiempo para que las televisoras con mayor penetración en el país tomaran como propia la historia de la existencia de una niña atrapada en la escuela llamada ‘Frida Sofía’, esto mantuvo la transmisión ininterrumpida de las televisoras y a los espectadores de la República con ‘el Jesús en la boca’.

Sin embargo colegas periodistas con los que hablé mientras buscábamos señal de celular para enviar información, afirmaban que era mentira, que no existía ninguna niña atrapada con ese nombre. Después fue la propia Marina quien desmintió la versión de ‘Frida Sofía’ y las transmisiones ininterrumpidas cesaron.

En otro punto, en la calle Chimalpopoca casi cruce con Bolívar en la colonia Obrera una fábrica textil donde trabajaban mexicanos y asiáticos se vino abajo.

Ya en ese momento de la tarde los esfuerzos por remover las lozas de concreto y material eran interminables, por minutos los ruidos provocados por los picos, marros, taladros y maquinaria pesada eran ensordecedores, pero cuando un brazo con el puño cerrado se levantaba, el silencio erizaba la piel.

El silencio era una esperanza en medio del caos, la idea de escuchar un solo sonido que condujera a una persona con vida era valiosísima.

Una y otra vez se regresaban al trabajo, juntos, militares, rescatistas, voluntarios, mujeres, jóvenes, y adultos, un marrazo tras otro, hasta que el puño de algún rescatista se levantaba sobre los escombros.

En ese lugar y tras 75 horas de trabajo se rescatarían 22 cuerpos y 4 sobrevivientes.

Ahí y en otros puntos, de día y de noche, ciudadanos, militares, rescatistas y voluntarios, encontraban cualquier espacio para cantar el Himno Nacional, necesitaban aliento.

Sobre los escombros, de rodillas, con una bandera roída pero en lo alto, los que descansaban se ponían de pie y entonaban Mexicanos al Grito de Guerra y al terminar gritaban “Viva México, vamos”.

En esta fábrica, la joven taiwanesa Amy Huang, fue identificada por amigos y familiares de los propietarios de una de las empresas que colapsaron en el inmueble ubicado en el cruce de Chimalpopoca y Bolívar.

Ese 20 de septiembre en la Colonia Del Valle, fueron los ciudadanos voluntarios y vecinos del lugar quienes en un acto de desesperación, obligaron a los militares a dejarlos trabajar, tomaron el control y uno a uno comenzaron las labores de remoción de escombro y rescate.

Para el 21 de septiembre la fuerza de trabajo aumentó considerablemente en cada punto con derrumbes.

El Zócalo de la Ciudad de México se había convertido en un centro de acopio monumental, frente al Palacio Nacional, la bandera a media asta acompañaba a los cientos de voluntarios que recibían víveres, los guardias de Palacio Nacional ayudaban también en el centro de acopio.

Como en muchas zonas de la ciudad, el drama estaba por todos lados, pero en la colonia Narvarte la tensión se centró por el rescate de una mujer, madre de una joven.

Laura – como muchas otras víctimas – quedó atrapada durante el sismo y no alcanzó a salir del edificio multi familiar ubicado en la calle Enrique Rébsamen 241 de la colonia Narvarte, donde otras 15 familias vivían.

Renata, la hija de Laura Ramos quien se encontraba fuera del país, apenas supo del sismo regresó en busca de su madre, tras ver el edificio semi colapsado, la buscó en hospitales y servicios de emergencia, nadie sabía nada, no había registro de su madre.

Entonces supuso que su madre seguía atrapada. En su desesperación la joven lanzó un llamado de auxilio por todas las vías que pudo, incluso por redes sociales.

Cuando Renata regresó al edificio, ya había personal de seguridad y elementos de emergencia, pero la zona no había sido asegurada por nadie, pero tampoco permitían labores de rescate de ninguna dependencia.

Este mensaje fue recibido por los rescatistas colimenses por diferentes vías mientras se encontraban realizando trabajos de rescate en la Colonia del Valle en un edificio colapsado entre los cruces de las calles Gabriel Mancera y Eugenia.

Ese 21 de septiembre recorríamos la colonia Del Valle para cubrir los hechos tras el sismo, en el lugar nos encontramos a Salvador Montes de Oca García, líder de los rescatistas de Colima, además de Rafael Zamora, Raúl Torres, Omar Ursúa, Alejandro Sevilla, Jorge Martínez y el binomio canino Rex.

Ellos ya habían rescatado a dos víctimas desde su llegada a la zonas derrumbadas en la Ciudad de México.

Apenas se dieron tiempo para alimentar a Rex, el perro de rescate que los acompañaba, recogieron todo su equipo y se dirigieron a la colonia Narvarte para realizar el rescate, en ese momento, el equipo colimense era el único en ese edificio que contaba con binomio canino de rescate.

Al llegar no se les permitió el acceso, elementos de la secretaría de Seguridad Pública de la Ciudad de México señalaban que ellos no estaban al mando pero que tampoco permitían el acceso a nadie y no señalaban quién estaba cargo.

Los rescatistas colimenses argumentaban que había una mujer atrapada y que su hija pedía ayuda. Insistieron a los policías que ellos tenían la preparación y el equipo para buscarla.

Después de varios minutos solo dejaron pasar a Salvador con el perro Rex, y así, el binomio colimense fue quien marcó el lugar donde se encontraba el cuerpo de Laura Ramos, al parecer sin vida.

La ubicación fue corroborada horas después por otro binomio extranjero y posteriormente el Ejército lo hizo con un geo-radar.

Momentos más tarde la Marina y el Ejército tomarían bajo su mando el edificio y otros tres a la redonda, todos con daños evidentes en su estructura pero aún sin colapsar.

Cientos de elementos llegaron, maquinaria y camiones para transportar los escombros, pero tampoco se ingresaba al edificio donde se encontraba Laura por temor al colapso.

En el perímetro de seguridad, entrevistamos a una vecina de Laura Ramos.

“Sí yo vivo ahí, el edificio está semi colapsado, todos pudimos salir, pero Laura no, nos dimos cuenta porque alcanzamos a recuperar el video de seguridad, nos contamos y la única que no aparece saliendo es Laura, por eso sabemos que está adentro”, narró.

Junto a la vecina de Laura estaba otro hombre de aproximadamente 60 años, recargaba su cuerpo con los brazos sobre en la valla de seguridad, tenía los ojos fijos en el edificio contiguo al de Laura.

“Yo vivo en el otro edificio – nos respondió – no se alcanzó a caer pero seguro se caerá, está muy dañado, es mi casa, es mi vida, no sé qué hacer”, narró mientras veía a los cientos de efectivos trabajar en la zona.

El rescate de Laura Ramos lo confirmaron las autoridades de Protección Civil de la Ciudad de México a las 7:45 horas del domingo 24, 4 días después de que los 6 rescatistas de Protección Civil del estado de Colima la localizaron.

Ya por la noche del 21 de septiembre, en la calle Chimalpopoca de la colonia Obrera, un voluntario joven de aspecto humilde estaba sentado sobre un balde y recargado en la pared, se notaba exhausto, tenía un uniforme de trabajo rojo lleno de tierra y polvo, en su brazo izquierdo tenía conectado un suero intravenoso que colgaba del marco de una ventana del edificio frente a la fábrica derrumbada donde trabajó por horas, pero tenía una sonrisa en el rostro que devolvía la esperanza.

Como él, hubo miles, héroes anónimos, todos nos dieron una gran lección.

Nos enseñaron que no importa el nivel social para unirte con un solo fin, que nunca eres demasiado débil o adulto para ofrecer lo mejor de ti, que los jóvenes estudiantes o sin escuela son capaces de romper con sus brazos bloques de toneladas solo con la esperanza de encontrar alguien vivo. Y que son la fuerza de este país.

Vi personas discapacitadas cargando ladrillos, ancianos entregando los pocos víveres que seguramente tenían en su casa, mujeres pequeñas de estatura formadas junto a hombres rudos esperando levantar escombros.

El sismo nos enseñó que no estamos divididos, que el Ejército y Armada no son nuestros enemigos y a ellos les demostró que en momentos de crisis, cada mexicano – sin dudarlo – se convierte en un soldado más, no por profesión, ni por trabajo sino por amor a esta tierra y por los suyos.

Vimos como un soldado mexicano detrás de su aparente fuerza, cayó de rodillas envuelto en llanto y dolor por no poder salvar a una madre y su hija.

Las naciones nos demostraron que somos un pueblo querido en el mundo y que están con nosotros.

El sismo nos recordó que no debemos despreciar los simulacros y que en cualquier momento puede haber otro ‘19 de septiembre’.

Nos hizo saber que los ciudadanos pueden tomar el control cuando sea necesario aunque las fuerzas armadas no den el permiso, que los ciudadanos pueden mandar y apresurar las acciones por un fin común.

Nos demostramos que sí tenemos esperanza para ser un mejor país.

Pero también le enseñamos al mundo de qué estamos hechos los mexicanos. Que estamos hechos de amor por nuestro pueblo, forjados en el dolor cotidiano y que somos capaces de sobreponernos a todo cuando lo decidimos. ¡Viva México!.

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