UNA POCA DE GRACIA
Por: Carlos Alberto PÉREZ AGUILAR
Quiero comenzar confesando un error. Un error que cometí muchas veces parado frente al salón de clases. Durante algún tiempo miré a mis estudiantes de bachillerato y licenciatura creyendo atestiguar en ellas y ellos un silencio que confundí con vacío, cuando en realidad era análisis, inteligencia, convicción y, sobre todo, selección.
Recuerdo las veces que lanzaba una pregunta sobre la violencia en nuestras calles, sobre la economía, política o los temas de historia reciente; recibía a cambio, en algunas ocasiones, miradas distraídas en teléfonos celulares o silencios que yo interpretaba como indiferencia, pero no.
Varias veces, reconozco, comparé sus reacciones ajenas con las acaloradas pláticas universitarias de nuestra generación, como queriendo verme reflejado en ellas y ellos, pero eso, aprendí, es una grave equivocación. Los tiempos han cambiado y las formas de manifestar los sentimientos, también.
Nuestra generación nos enterábamos de las cosas en los diarios, por la televisión, comprábamos revistas de análisis o aquellas revistas que nos gustaban por afición; éramos los mismos que nos turnábamos para rentar las películas en el Videocentro o el Blockbuster o escuchar de manera “clandestina” la música que no pasaban en la radio. Si algo no nos gustaba, lo decíamos de forma estruendosa, porque esa era la manera de exigir.
Hoy en las salas de maestros discutimos sobre aquello que les pasa a los alumnos. Logramos ver sus cualidades, observamos sus oportunidades y aunque también entendemos sus iniciativas, pocas veces entendemos el desinterés que podríamos juzgarlas bajo la lente de nuestra propia nostalgia, esperando ver en ellos el activismo ruidoso de décadas pasadas, el debate a gritos, la confrontación directa.
Al no verlo, confieso, personalmente, que asumí que su espíritu crítico estaba muerto, pero no, ése siempre vive en la juventud de cualquier generación, pero de diferente manera. Hoy estoy aquí para decirles que la juventud no ha dejado de cuestionar; simplemente ha cambiado las reglas del juego de una manera que nosotros tardamos en comprender.
Cuando dejé de hablar y empecé a escuchar, entendí que estamos ante una generación que tiene la cabeza en otra parte, literalmente, porque el acceso al saber ya no pasa por nosotros, sino por sus pulgares sobre una pantalla, cuando ellos lo deciden. Son seres más racionales y resolutivos que nosotros, libres, más libres que nuestras almas que fueron amoldadas por el contexto, los medios, las formas, las tradiciones y costumbres.
Las y los jóvenes hoy en día no son botellas vacías que debemos llenar; son arquitectos de nuevas conexiones, que saben manejar a su entorno sin mostrar lo que están haciendo. Su silencio en el aula no era vacío, era procesamiento de datos a una velocidad que me retan, como docente, a poner en práctica diversos medios y estrategias más que para enseñar, para hacerles sentir la importancia de aprender.
Lo que he descubierto al leer algunos ensayos, conocer sus propuestas de proyectos de negocio, escuchar sus conversaciones de pasillo es fascinante: no es que ignoren los problemas de Colima o de México. Al contrario, están muy bien informados. Pero han desarrollado una coraza pragmática ante la realidad, a veces más pragmática que empática y eso, cuando se peca de empático, creo que no está del todo mal.
Alguna vez escuché el concepto de “Modernidad Líquida” de Zygmunt Bauma. Para mis alumnos, las instituciones sólidas en las que nosotros creíamos como el trabajo para toda la vida, la seguridad social, la jubilación, los partidos políticos, la moral religiosa, el molde de familia “tradicional” compuesta por un papá, una mamá, hermanos y mascota, se han disuelto. Ahí comprendo su respuesta ante las problemáticas sociales no es la ideología ciega, sino un pragmatismo feroz, incomprensible para los que pasamos de los 35 años.
No los culpo, en nuestro afán de hacerles mejores, les arrebatamos de su crianza prejuicios que muchas veces nos detenían. A cambio les enseñamos a seleccionar lo que les debe importar y lo que no, no aceptarlo. Las juventudes actuales son tan descaradas que no compran los engaños electoreros, ni los falsos discursos de la propaganda y la publicidad. Que reciben una beca, porque se las dan, pero pocas veces andarán en grupos institucionales u organizaciones que respondan a una marca o sello. Si se agrupan será por decisión y convicción, no por interés.
Aquí radica el punto más importante que quiero compartirles hoy: Nuestros jóvenes no son apáticos, son selectivos. Y, sobre todo, son mucho menos permisivos que nosotros.
Mi generación aceptó muchas veces que los problemas como la corrupción, la inseguridad, la ineficiencia formaran parte del paisaje, como quien se acostumbra a un mueble viejo y estorboso. «Así es México», decíamos. Ellos no. Ellos miran el problema, miden sus alcances y calculan las consecuencias.
Nuestros jóvenes parecen haber intuido el peligro y el cansancio de soportar. Han decidido poner límites. Si una problemática social no tiene una solución viable, no se desgastan en ella inútilmente; la rodean, la «hackean» o buscan alternativas prácticas. No buscan ser mártires de una causa perdida; buscan ser eficientes en su propia supervivencia y bienestar. Si México no les cumple, están dispuestos a irse, a la primera, a otro país.
Los chicos de ahora no necesitan pedir permiso para opinar, y cuando opinan, no buscan solo tener la razón moral, buscan resultados. Si el bache no se arregla con una queja en el ayuntamiento, crean una aplicación para reportarlo u organizan una brigada vecinal vía WhatsApp, o, quizás, hacen viral al bache, exhiben al corrupto, replican las redes de apoyo con hashtags. En sus manos hacen que las cosas trasciendan.
Esta actitud práctica es vital para el futuro de nuestro estado, de nuestro país. Necesitamos esa visión que dice: «No acepto que la violencia sea mi normalidad”. Saben medir las consecuencias de sus actos mucho mejor de lo que creemos; saben que el “insta” se puede destruir una reputación o salvar una vida, de ser necesario. Ya los jóvenes, deciden el rumbo de nuestras conversaciones y nosotros, como adultos, debemos acompañarlos reforzando su instrucción.
Nuestra labor como docentes y guías, entonces, no es forzarlos a protestar como lo hacíamos en los años ochenta o noventa, donde necesitamos de ideologías socialistas, comunistas, conservadoras y libertadoras de ídolos como Ernesto Guevara, Vladimir Lenin, Nelson Mandela o Martin Luther King; mucho menos de Maná para gritar “me vale” o de Shakira para abrir los ojos a una juventud que no queríamos “sentirnos ciegos y sordomudos”.
Nuestra labor es potenciar ese pragmatismo con ética y pensamiento crítico. Ayudarles a distinguir las “fake news” del dato duro, para que su acción sea precisa. A los jóvenes les digo que no dejen que les digan que no les importa, porque sabemos que les importa, pero que no están dispuestos a sacrificar su salud mental en batallas estériles. Sigan siendo intolerantes ante la incompetencia, sigan siendo prácticos ante la adversidad. México, quizás, no necesita más ruido, necesita la inteligencia estratégica y crítica que ustedes, en su aparente silencio, ya están construyendo.



















