Laguna Cuyutlán una devastación anunciada

APUNTES PARA EL FUTURO
Por: Essaú LOPVI

Esta película ya la hemos visto varias veces en Manzanillo, Colima.
Y aunque cambien los actores o los discursos, el guion es el mismo: promesas de empleo, progreso y desarrollo que terminan dejando más daño que bienestar.

Basta recordar la construcción de la termoeléctrica, levantada bajo el pretexto de traer modernidad y trabajo. Años después, lo que dejó fue contaminación en el Vaso I de la laguna de Cuyutlán, afectaciones al turismo, y problemas respiratorios en la población cercana.

Luego vino la ampliación del puerto: la pérdida de ecosistemas, la privatización de áreas antes públicas, el caos vial, los accidentes y las muertes en carretera.
Todo en nombre de un supuesto progreso que, en realidad, sólo ha beneficiado a la Federación y a quienes están directamente vinculados con el negocio portuario.

Pero en esta ocasión tengo que decir que hay lugares que son más que territorio.

Son memoria, sustento, identidad. La laguna de Cuyutlán, en Manzanillo, es uno de ellos. Y hoy está a punto de ser sacrificada en nombre del ‘desarrollo’, una palabra que en México se usa con tanta ligereza que ya perdió su sentido original.

El gobierno federal, a través de la Secretaría de Marina, impulsa el llamado “Puerto Nuevo Manzanillo”, una expansión portuaria que se proyecta sobre el Vaso II de la laguna, un humedal que abarca cerca de mil 300 hectáreas de ecosistema costero.

De ellas, al menos 600 a 700 hectáreas serían destruidas o severamente alteradas por las obras de dragado, relleno y construcción; el resto sufriría los impactos indirectos: contaminación, pérdida de conectividad ecológica y muerte de especies que no sobrevivirán al ruido, los sedimentos y la transformación del flujo de agua.

Todo esto, mientras la autoridad ambiental asegura que la participación ciudadana fue “cumplida” a través de una consulta pública en línea. Pero la realidad es otra: una consulta diseñada para excluir. Pescadores, salineros y habitantes de comunidades costeras —muchos sin acceso a internet ni computadoras— quedaron fuera del proceso. La plataforma digital de la SEMARNAT falló durante semanas, impidiendo subir observaciones o documentos. Lo que debía ser un ejercicio democrático terminó siendo una simulación burocrática.

Y sin embargo, el proyecto avanza. Las licitaciones ya fueron publicadas en Compranet, con inicio de obras previsto para noviembre de este año, aun cuando la consulta sigue abierta.
¿Entonces de qué sirve opinar si las decisiones ya están tomadas?
La consulta pública se convirtió en trámite, no en diálogo.

No es la primera vez que Manzanillo paga el precio del “progreso”. Después de la primera expansión del puerto, quedaron los daños: contaminación marina y atmosférica, falta de agua, colapso vial, inseguridad, exclusión de pescadores de San Pedrito, promesas de mitigación incumplidas. Nada se corrigió. Pero ahora se pretende multiplicar por cuatro la capacidad portuaria, sin resolver siquiera los pendientes del primer desastre.

A eso se suma una lista de irregularidades que en cualquier país con Estado de Derecho bastarían para suspender la obra: trabajos de dragado iniciados sin autorización ambiental, fragmentación del proyecto en distintas MIAs para ocultar el impacto acumulado, y lo más grave, denuncias de amenazas y sobornos a pescadores por parte de funcionarios que ofrecieron dinero y camionetas a cambio del silencio.
¿De qué transformación hablamos si la participación se compra y el disenso se castiga?

Cuyutlán no es sólo una laguna: es un equilibrio vivo entre agua salobre, manglares, aves migratorias y una comunidad que ha sobrevivido durante siglos con lo que la naturaleza da sin pedir permiso.

Destruir eso no es progreso. Es repetir el viejo error de creer que el desarrollo se mide en contenedores y no ecosistemas saludables para las futuras generaciones.

En tanto, las organizaciones ciudadanas piden lo mínimo que debería ser obvio: transparencia, legalidad y respeto ambiental. Que se detenga el proyecto hasta tener información completa, que se convoque a una consulta real y que se remedien los daños pendientes.

Pero el reloj político corre más rápido que la ética pública. Todo apunta a que quieren legitimar una decisión ya tomada, aunque el costo sea convertir la laguna en una zona de sacrificio.

El puerto crecerá, dicen. Pero el país seguirá perdiendo lo esencial: la capacidad de crecer sin destruir.

Si un gobierno convierte el silencio de su gente en requisito para construir, deja de representar al pueblo y empieza a imponerle el costo del ‘progreso’.