La otra pandemia, la nuestra

La maquina de hacer pájaros

Por: Paola ZAVALA SAEB

El mundo se para, los negocios cierran, hay desabasto en las tiendas, niños y jóvenes dejan de ir a la escuela, la población se confina, las calles se quedan vacías, las bolsas de valores se caen y hay perdidas millonarias. Todas las medidas y sus consecuencias se justifican socialmente porque no queremos más muertes evitables.

Mas allá de si las medidas para evitar la propagación del COVID19 son adecuadas, suficientes o insuficientes; veo con asombro cómo los gobiernos y las sociedades estamos dispuestos a todo para evitar la pandemia del coronavirus pero no la de la violencia homicida.

Hasta ayer, la Universidad de Johns Hopkins reportaba poco más de 53,000 personas fallecidas a causa del coronavirus y la perspectiva es que la cifra aumente hasta que las medidas de prevención sean suficientes y se logre contener la pandemia. En ello, están enfocados la mayoría de los gobiernos y sociedades del mundo.

En contraste, el Estudio Mundial sobre Homicidios 2019 de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito señala que 464,000 personas en todo el mundo fueron víctimas de homicidio en 2017.

Tan solo en México, cerramos el mes de marzo con 2,585 personas asesinadas. Un promedio de 83.4 muertes diarias que se pudieron haber evitado. Este número va creciendo mes con mes en lo que va de 2020 porque nuestras medidas de prevención no han sido claramente suficientes.

La pregunta obligada entonces es ¿Porqué estamos dispuestos a asumir medidas radicales para erradicar el COVID, pero no lo hemos hecho con la violencia homicida?

¿Puede ser porque el virus no distingue ricos de pobres , ni a presidentes y reyes? Actores de Hollywood, deportistas olímpicos, gobernadores de varios Estados han sido contagiados. Si ellos, tan privilegiados, son vulnerables al COVID, a cualquiera puede darnos.

La violencia en su mayoría es un fenomeno que se reproduce en las clases bajas, esas que están en la exclusión y se unen fácilmente a los cárteles por $6,000 al mes. Esas que están dispuestas a matar o morir en un robo o en un secuestro, Esas que están dispuestas a ir a la cárcel por transportar droga de un lugar a otro.

Esa violencia es nuestra pandemia. La que hemos ocasionado o por lo menos permitido porque no nos toca mucho a la clase media, casi nada a la clase alta y mucho menos a la poderosa. Hemos dejado que se mueran ellos y ellas, allá lejos en sierras de Michoacán o Guerrero, o en en sus pleitos por las plazas en la frontera, que la bala perdida se dispare en esa colonia marginal tan lejos de la mía, que a la cárcel metan a esos delincuentes que son en su gran mayoría pobres y seguro en algo andaban.

Si esa violencia homicida tuviera la misma posibilidad de matar a ricos y pobres seguramente habríamos tomado medidas radicales como lo hemos hecho con el COVID . Y cuando digo medidas radicales no me refiero a más Guardia Nacional y más cárcel. Se trata, igual que en la pandemia, de prevenir.

Matar -me atrevo a decir- no es la primera opción de casi nadie. Es el resultado de factores de riesgo que se acumulan en entornos violentos. Al igual que en la pandemia, todos somos responsables de disminuir los factores de riesgo y modificar el entorno aunque ello implique renunciar a nuestros privilegios.

Es asumir que gran parte de la violencia homicida tiene causas estructurales que están cimentadas en la desigualdad que unos padecen y otros disfrutamos. Reducir la violencia implica en principio cerrar la brecha de inequidad: tendremos que pagar más impuestos, ganar menos y repartir mejor la riqueza para disminuir los factores de riesgo, modificar de fondo nuestro entorno y que el bienestar alcance para la mayoría.

Este virus nos ha enseñado de lo mucho que somos capaces de hacer con tal de evitar muertes. Aprovechemos la lección para hacernos cargo de la violencia, nuestra pandemia.

Columna publicada con el permiso de @PaolaSaeb