Cuando la sociedad únicamente admitía como relación lícita entre los jóvenes aquella que se orientaba al matrimonio, esta relación estaba sujeta a unas formalidades de las que no se podía huir, por pena de grave rechazo social. La defensa de los valores era implacable.
Todo el mundo tenía asumido el código de costumbres y su valoración moral, por lo que la misma sociedad se había constituido en su mejor garante. El simple seguimiento del léxico referente a las relaciones prematrimoniales nos pone sobre la pista de lo que fueron las cosas. «Pedir relaciones» era ya un primer paso. En las sociedades en que la mujer tenía menos libertad, era al padre a quien había que pedírselas. Pero en los lugares y en las épocas en que se reconoció a la mujer el derecho sobre sí misma (fue de todos modos un proceso lento), era a ésta a quien había que pedirle relaciones.
Era bastante frecuente, en la misma Roma, que los padres concertaran por su cuenta el matrimonio de los hijos. Valga como ejemplo el que concertó santa Mónica, madre de san Agustín para su hijo, porque era un bala perdida y lo quería atar con el matrimonio. El que le concertó fue con una niña de dos años (por supuesto para cuando ésta llegara a la edad núbil). La literatura española nos da suficientes muestras de las ceremonias de «pedida» y del «anillo de pedida».
Es en el protagonismo de los padres donde estas ceremonias tienen todo su sentido y esplendor. Había un minucioso ritual laico que podía llegar a ser tan complicado como para hacer intervenir al notario, ya que formaba parte de esta ceremonia (y no la del matrimonio) la fijación de las arras, de los ajustes, de las dotes, de las donaciones propter nuptias, de las relaciones esponsalicias, de las cédulas matrimoniales. Es que «ajustar un matrimonio» (esta expresión aún está en vigor, aunque no con su antiguo contenido) afectaba seriamente al patrimonio de las respectivas familias de los contrayentes, por lo que no se trataba tan sólo de que diesen su aprobación, sino de que detrajeran del patrimonio único de toda la familia las aportaciones que hicieran posible la avenencia; es que los contrayentes no disponían de nada en absoluto, ni siquiera de su fuerza de trabajo, que pertenecía íntegra a la familia. La revolución industrial rompió la caja única familiar, con lo que cayó sola la autoridad paterna.
Desde el momento en que los futuros esposos se fueron a trabajar fuera de la unidad familiar para aportar a ella el dinero en efectivo de sus sueldos, empezó la decadencia de la autoridad paterna. Pedían los hijos el consentimiento al padre; pero éste no tenía fuerza moral para negarlo o para orientar la boda según sus preferencias. El paso siguiente fue quedarse cada uno su sueldo, y administrárselo por su cuenta. Desaparecieron los esponsales y las peticiones de mano, que siguió practicando únicamente la aristocracia. Desaparecidos los ritos en que se sostenían las costumbres, éstas cayeron en picado: fuera del control de los padres, se devaluaron los noviazgos (se siguieron manteniendo los nombres de novio y novia); pero aún este nombre le caía muy estrecho al tipo de relación que se mantenía, y sobre todo a su finalidad, que dejó de ser únicamente el matrimonio. Amigos y amigas pasaron a llamarse los que formaban pareja, y más recientemente «mi pareja» (con la correspondiente variación del adjetivo posesivo; de género epiceno). Eso en las parejas «formales». Hasta llegar al inefable rollo (con cualquier determinante), que es lo que hoy más se lleva.