#CrónicasMaternas: mi droga

Le cargo, le abrazo, le beso.

Algo brinca, me hace sentir una presión agradable en el pecho. Le vuelvo a besar. Se ríe. Me estremezco. Le beso la mejilla, la frente, el párpado, la nariz. Explota. Lamo su cara, su pequeña nariz. Un gusto ligeramente salado. Se retuerce a carcajadas. Me estalla esta tacha de la maternidad y le tomo de los hombros, hago trompetillas en su cuello. Carcajea. Se dibuja el hoyuelo en su mejilla izquierda. Le presionó suave su muslo y se retuerce de la risa. Le hago costillas en la axila, baja el brazo para esconderla y me mira cómplice. Sonríe. Sonríe con esa sonrisa infinita, brava, retadora, aventurera. Sonríe y siento amor.

Me acerca el pie para que le haga cosquillas de nuevo, le acaricio la planta y lo retira de golpe mientras lo lleva entre sus manos para protegerlo. Lo vuelve a lanzar, lo quiere meter en mi boca para que lo muerda o lo lama. Me enloquece el olor a humedad que guarda entre los dedos, ese aroma a piel aún noble, aún blanda, nueva, pura.

Huelo su pie y le paso la lengua por la yema de los dedos. Grita de la risa y los retira. Intenta darse la vuelta y huir gateando, pero le cargo en el aire, le giro de nuevo y hundo mi cara entre sus costillas. Grita, ríe, me observa y se deja. Se agita y por fin gatea lo suficiente como para declarar terminado el juego.

A la distancia se detiene, se sienta sobre sus piernas y me mira, me reta. Sonríe solo con la mirada y guiña ambos ojos. Con altivez se gira de nuevo y sigue su camino.

Su ser es una droga, un elixir que me adormece toda, me cosquillea la cara, nubla mis ojos, calienta mi pecho y borra mi memoria.

Mi alma le pertenece. Lo sabe, lo sé.