Crónica sedentaria

El candidato

Por: Avelino Gómez

No arrancó siendo el puntero en las encuestas. No es considerado el favorito ni tiene la cargada del oficialismo.

Sin embargo, algunas de las mediciones lo colocan como el aspirante al gobierno de Colima con más positivos que negativos. Con más sumas que restas. Virgilio Mendoza, el candidato del Partido Verde, con presume arraigo en los municipios costeros, arrancó su campaña en un lugar altamente simbólico para el puerto de Manzanillo. El mercado 5 de mayo. No podía ser de otra manera, porque quizás es en este lugar donde se puede sentir el pulso y el ánimo de un municipio que, ya lo han dicho otros, será decisivo en la contienda electoral a la hora de cosechar votos. Casi todos los actuales aspirantes a la gubernatura ya vinieron a alguna plaza, o colonia porteña, a pedir el favor. Pero los manzanillenses no son fáciles cuando se trata de hacer el favor a un político. En casos extremos y bajo ciertas circunstancias, devienen manzanillistas. Es decir, se ponen su blindada y espinosa camiseta identitaria. Y la manzanillista es una identidad que confunde, desorienta a otros; sobre todo a políticos y gobernantes estatales apegados al centralismo provinciano.

Son las nueve de la mañana del domingo y en los pasillos del mercado 5 de Mayo se levanta un murmullo que quiere parecerse al de las olas en la playa de Ventanas. La gente va y viene, alza la voz para preguntar precios, compara mercancías, se detiene a platicar algún suceso. A esa hora, Virgilio Mendoza llega a una de las estrechas puertas de ingreso. Su rostro, cubierto a medias por el cubrebocas, muestra un ceño relajado y serio. Algunos reporteros lo abordan de inmediato y él, ante las preguntas, suelta lo que seguramente ya venía rumiando en su cabeza: “Ya es hora de que tengamos un gobernador de Manzanillo”, dice, y expone sus motivos; pero también recuerda aquella ocasión en la que este municipio jugó en la contienda electoral, en el 2009, apostando en la persona de Martha Sosa (una política de carrera, porteña, que en esta ocasión ha sido relegada por las decisiones copulares en su partido). “Tenemos otra vez la oportunidad de que los manzanillenses sean bien representados”, les reafirma a los periodistas.

Ya dentro del mercado, Virgilio recorre los puestos. Saluda a los locatarios, intercambia palmadas en el hombro, se detiene a platicar. Una mujer, que ronda los sesenta y carga una bolsa en su brazo, se topa de frente con él en un pasillo. Sin más, la mujer le suelta, a gritos, una pregunta.

—¡Virgilio! ¿Vamos a ganar?

El otro, sorprendido por aquella voz, contesta en la misma sintonía:

—¡Primeramente Dios; sí, vamos a ganar!

Y la mujer esboza una sonrisa, satisfecha con la respuesta, para luego perderse entre los puestos de verdura.

No faltará el momento en que un locatario ensaye una afectuosa broma con el visitante, pero también habrá quienes le muestren un gesto adusto, impenetrable. No todo es miel, también está la hiel de quienes miran con desconfianza a un político en campaña. En cualquier caso, el color y el humor de los locatarios se prestará para que el candidato despliegue sus habilidades al relacionarse. Cualquiera que lo viera ahí, pensaría que Virgilio Mendoza tiene, por lo menos con la gente de Manzanillo, una ventaja frente a los demás contendientes electorales: parece conocer bien lo que quiere o no quiere un porteño, lo que le entusiasma o repudia. Tan bien parece conocerlos que, ese mismo día por la tarde-noche, en una reunión con comerciantes de la zona playera adelantará que, de llegar a la gubernatura, impedirá la privatización de La boquita. Sí pues, La boquita, una de las playas más populares está amenazada hoy por inversores que ven en ella una mina turística. A los porteños les enciende el ánimo el tan sólo pensar que les restrinjan el uso o ingreso a sus playas. Los prende.

El recorrido por el mercado sigue, y aunque el político procura guardar la sana distancia, algunos locatarios lo invitan a pasar a sus establecimientos. Se toman fotos, le convidan un taco, le dicen que sí, que lo van a apoyar, pero que no se olvide de resolver tal o cual situación. Una mujer lo guía entre los pasillos. Es Breda, la hija de Raquelito Lozoya, una cocinera tradicional célebre por preparar uno de los mejores pozoles del país —algunos chefs, como Nico Mejia o Alan Ramos, han honrado ese pozole en los menús de sus respectivos restaurantes—. Brenda tiene su local en la planta alta del mercado; a esa hora suele recibir muchos clientes, pero se ha desentendido para acompañar al visitante. Cuando me acerco a preguntarle su opinión sobre el hecho de que un político venga a interrumpir la dinámica cotidiana del lugar, ella responde: “aquí en el mercado apreciamos a Virgilio, es diferente a otros, conocemos cómo trabaja”. Su comentario lo contrastaré a lo largo del recorrido con las expresiones faciales y verbales de los locatarios al recibir al visitante. Y sí, hay más positivos que negativos.

Mientras tanto, allá afuera, en las calles aledañas al mercado, un centenar de simpatizantes ondean banderas. Entre ellos se distingue la figura de la senadora y dirigente estatal del Partido Verde, Gabriela Benavides. Va de un lado a otro, anima a la gente, reparte banderas y cubrebocas, improvisa porras. Su presencia aquí es inevitable, porque también funge como una estratega política. Más tarde, hacia las once de la mañana, será ella quien en la plaza del Pez Vela, durante el primer mitin de campaña de su partido, habrá de arengar a los simpatizantes. Pero mientras ese momento llega, acá adentro, en los pasillos del mercado, su candidato parece no llevar prisa. Virgilio Mendoza se ha tomado el tiempo suficiente para integrarse, para confundir su voz con el murmullo del mercado. Pero también para recibir unas cuantas miradas de recelo, y una que otra frase cargada de condescendiente reproche lanzada a sus espaldas.

Cuando Virgilio salga de aquí, y camine por las calles rumbo a la plaza del Pez Vela, su semblante será otro: el de un azorado nadador que no cree que la misma ola que lo revolcó también lo ha puesto a salvo en la orilla. Así de implacable y contradictorio es el manzanillismo.