Columna Invitada / Colima de mis temores
Por Ángel ZAMORA
Son pocas las veces en que escribo textos como este, pero creo que esta vez lo amerita y me nace hacerlo. Este texto es la culminación de varias cosas que me ha tocado vivir y de los sentimientos que he tenido al respecto. Les quiero contar una historia, y me gustaría que intenten ponerse en el lugar de todos los involucrados.
Imagina que eres un joven de 26 años, trabajador, con muchos sueños y con ganas de superarse, como cualquier joven de este país. Te dedicas a trabajar de Uber/Didi y en ocasiones haces mandados que algunos clientes ya conocidos te encargan. Además de eso, estás estudiando enfermería para buscar mejores oportunidades en un futuro. Todo esto mientras apoyas a tu mamá y al resto de tu familia.
El carro que manejas es rentado, pues no has tenido la oportunidad de tener un carro propio; aun así, te alcanza para salir adelante por el momento. Tienes una novia, con la que deseas formar una vida juntos. A pesar de las adversidades y de las carencias deciden juntarse, ambos poniendo cada quién su granito de arena para salir adelante.
Tu novia y tú toman una decisión: Comprar un vehículo. Esto les garantiza tener un medio de transporte propio; además, lo que pagabas para rentar el otro vehículo puedes irlo abonando para pagar este carro. Y así fue, ambos consiguen comprar el vehículo y te sientes más alivianado al tener un auto propio que te permite trabajar, llevar a tu novia e ir por ella al trabajo, ir a estudiar y apoyar trasladando a tu mamá cuando lo necesita.
Un día como cualquier otro, uno de tus clientes frecuentes te pide hacer un mandado; se trata de llevar materiales a un gimnasio en Manzanillo. Sin dudarlo aceptas, pues la tarifa es buena y ya son varias veces en las que has llevado cosas para allá. Así que te programas para el siguiente día hacer ese mandado temprano.
Es un sábado por la mañana, recoges todo para llevarlo a Manzanillo y de paso le das una revisada a tu carro para verificar que todo esté en orden. Te despides de tu novia y le llamas a tu mamá para avisarle que irás a Manzanillo a llevar un pedido. Los sábados tu novia y tú van a comer con tu familia, entonces les dices que para la hora de la comida ya estarás de regreso. Sales rumbo a Manzanillo, en tu auto casi nuevo y con la seguridad con la que salías todos los días a trabajar.
Se llega la hora de la comida y no has llegado a comer; tu novia, tu mamá y otros familiares te esperan. Siempre llegas puntual, pero no se alarman; es bien sabido que la carretera a Manzanillo es un caos y seguido se atasca el tráfico. Pero pasan las horas y tú aún no llegas; comienzan a marcarte a tu celular, pero no hay respuesta alguna.
La preocupación comienza a hacerse presente en tus seres queridos: ya tardaste mucho y ya son muchas llamadas que no has respondido. Tu novia decide meterse a un grupo de WhatsApp en donde mandan información sobre accidentes o bloqueos en la carretera, para saber si pudieras estar atorado por ahí. Ella no se imaginaba que al explorar los mensajes de ese grupo iba a encontrarse con la imagen más dura de su vida.
Eres tú, tirado en medio de la carretera con la misma ropa con la que te fuiste, solo que ahora tienes unos impactos de bala en tu cuerpo y yaces muerto sin nadie a tu lado. Bajo tu foto solo está un frío mensaje que dice “Baleado en la carretera rumbo a Manzanillo”, sin explicación alguna, sin muestras de asombro, como síntoma de una sociedad que ya está acostumbrada a la violencia.
Tu novia rompe en llanto y desesperación: “Es él, esa ropa llevaba cuando salió, está ahí muerto en la carretera, lo balearon”, grita desgarradoramente mientras les enseña el celular a tus familiares. Tu mamá no lo cree, se bloquea; ella jura que no eres tú y que pronto llegarás a comer, y es que, ¿cómo una madre va a estar preparada para escuchar a su hijo en la mañana y en la tarde verlo muerto en una fotografía?
Pero es más que evidente que eres tú: te han asesinado. Tu carro no está ahí; lo más probable es que hayan querido robártelo y, sabiendo lo mucho que te estaba costando pagarlo, te negaste a entregarlo, así que los asaltantes, con la decisión de la vida y la muerte al alcance de un gatillo, deciden quitarte la vida para lograr su objetivo. Tus sueños, tus planes a futuro, tus ilusiones, tus logros, todo lo que formaba parte de ti se esfuma en cuestión de segundos al son de unos disparos.
Por si el dolor de perderte en estas circunstancias no fuera suficiente, tu familia todavía tiene que lidiar con toda la burocracia absurda que involucra reclamar el cuerpo de alguien que ha muerto en esas condiciones, y que cualquiera que ha perdido a alguien de esta manera sabe lo desgastante que es.
Reconocer el cuerpo, esperar a que la Fiscalía abra una carpeta de investigación que parece inexistente, que te interroguen, que te insinúen que quizá tu familiar “andaba en malos pasos” y que antes de entregarte el cuerpo te digan lo que tienes que hacer con él por si “tienen que investigar”. Todo esto es el limón sobre la herida de aquellos que solo quieren enterrar dignamente a un familiar que ha sido víctima de la violencia incesante que vivimos diariamente.
Quisiera decir que esta historia es ajena a mí, que la escuché platicando con alguien de un pueblo lejano en donde no hay ley ni justicia, o mejor aún, que es una adaptación de otro relato que cuenta una desgracia aislada de nuestro espacio y de nuestros tiempos. Pero nada más lejos de la realidad: esta historia, como muchas otras, es más cercana a mí de lo que me gustaría.
La historia que les acabo de contar sucedió el 1 de noviembre de este año y pertenece a Miguel, un vecino con el que tuve la oportunidad de convivir durante mi infancia. Su familia está conformada por gente honrada y trabajadora, como la mayoría de las familias de este país. Tienen una tienda de abarrotes que heredaron de una generación anterior y a la que vamos a surtirnos todos los del barrio.
La mamá de Miguel lo sigue esperando para comer; su novia está destrozada y ya no se ha sabido de ella; sus tías cabizbajas intentan seguir con su rutina, y es duro ir a la tienda y ver el dolor en la cara de su tío, al que muchas veces ayudó a atender el negocio familiar. Y sobra decir que, como muchas familias, siguen esperando una justicia que nunca va a llegar.
También me gustaría decir que esta es la única historia de esta índole cercana a mí, pero tampoco es así. En el barrio son tres las madres que han perdido a sus hijos de la misma forma; son tres los asesinados a balazos a plena luz del día en los lugares por los que paso habitualmente.
A un amigo mío le mataron a su padre por estar en el lugar equivocado; el hermano de otro amigo fue baleado mientras trabajaba honradamente, y en mi familia ya vivimos la desgracia de enterrar a un primo que fue víctima de la violencia generalizada en la que vivimos. Y de personas desaparecidas, mejor ni hablamos, porque su número supera por mucho al de las muertes.
Las autoridades, e incluso nosotros mismos de manera inconsciente, nos creamos la narrativa de “no sabemos en qué andaba metido” cada que ocurre un asesinato o cada que desaparecen a alguien, solo para evadir la idea de que cualquiera de nosotros podría ser el siguiente ejecutado o el siguiente desaparecido.
Yo, al igual que muchos colimenses y mexicanos, vivo con miedo. Miedo de estar en el lugar equivocado y en el momento equivocado; miedo de que me desaparezcan por alguna razón absurda; miedo de caer en una trampa mientras busco un trabajo honradamente; miedo de salir y no regresar; miedo de que todo esto le pueda pasar a alguien cercano a mí.
Siento miedo y asco de vivir en un estado y en un país en el que las muertes, las desapariciones y los feminicidios pasaron de ser vidas humanas perdidas a simples números que forman parte de una estadística, que son utilizados para discursos políticos vacíos o, peor aún, que son escondidos para crear una narrativa de “todo está bien, aquí no pasa nada”. Porque cuando le pones cara e historia a cualquier muerte o desaparición no hay promesas, ni discursos, ni mentiras que puedan mitigar u ocultar el horror que se vive.
Recuerdo que hace algunos años todos los colimenses salíamos sin miedo alguno a convivir con nuestra familia y nuestras amistades. Mientras termino de escribir este texto me encuentro en un restaurante, y estoy observando algo que he visto en todos los lugares públicos de Colima. Cada uno de los presentes estamos al pendiente de todo: de quién entra, de quién sale, de las personas que llegaron en una moto, del carro que se paró bruscamente, todos con el mismo temor de que nos toque presenciar en carne propia una nota roja y casi listos para tirarnos al piso por si comienzan los disparos. Yo les pregunto: ¿cuántas historias más como esta se van a repetir?, ¿realmente merecemos vivir así?




















