APUNTES PARA EL FUTURO
Por: Essaú LOPVI
Occidente, o sea Estados Unidos siempre creyó que el mundo terminaría pareciéndose a él.
Democracia liberal, consumo infinito, libertades individuales y de mercado convertidas en mantra universal.
El modelo perfecto, decían, hasta que China lo miró, lo estudió, y en lugar de imitarlo, lo desarmó pieza por pieza para buscar un antídoto.
Mientras Estados Unidos exportaba su modo de vida envuelto en series de televisión, plataformas, hamburguesas y promesas de éxito, el dragón chino estudiaba su talón de Aquiles: la dependencia, la división, la arrogancia de creer que la historia se había terminado.
Estados Unidos impulsó el deseo; China eligió la disciplina. Uno midió su poder en dólares, el otro en el control de producción. Uno gritó, el otro movió piezas clave en la economía global.
Hoy, la paciencia del dragón retumba más fuerte que cualquier discurso ruidoso de Washington. Pekín no necesita invadir, sancionar ,ni amenazar y menos hacer la guerra.
Solo bastó con controlar la llave. Una licencia especial para todos los componentes que salieran de China con cualquier atisbo de relación tecnológica -que claro, en su mayoría tienen como destino EEUU-. En un mundo interconectado, eso basta para que tiemblen los mercados y se tambaleen las bolsas. El poder ya no está en producir más, sino en el poder para decidir quién produce, cuánto, cómo y cuándo.
China comprendió que el dominio del siglo XXI no estaría en las armas, sino en los datos, los minerales, los algoritmos y las cadenas logísticas. Mientras Estados Unidos imprimía dinero, China imprimía influencia.
Mientras el imperio de norteamérica construía guerras mediáticas y territoriales, el dragón levantaba un imperio en silencio. Un sistema donde la estabilidad vale más que la opinión, donde la obediencia no es debilidad, sino una forma de orden.
Esa es la nueva fórmula del poder global: el capitalismo digital al servicio del control político. Un modelo que muchos criticamos, pero que funcionó. Y que sobre todo, seduce a quienes están cansados del caos.
Europa observa dividida; Estados Unidos intenta reindustrializarse con medidas proteccionistas; América Latina, mientras tanto, se asoma al tablero sin saber muy bien de qué lado está.
En los últimos años, China ha extendido sus tentáculos por la región sin necesidad de portaaviones ni discursos: puertos, minas, energía, infraestructura, telecomunicaciones.
China no conquista territorios: conquista necesidades.
Llega donde Occidente ya no invierte, ofrece sin exigir ideología, financia sin preguntar por derechos humanos, y promete lo que el capitalismo democrático ya no garantiza: previsibilidad.
México, atrapado entre el gigante del norte y el dragón oriental, juega un papel delicado y que no tiene lugar para errores. Depende del comercio estadounidense, pero sueña con el dinero y logística china. Aplaude la inversión extranjera, sin advertir que, a veces, el capital también es una forma de control. Y mientras los discursos se centran en soberanía y desarrollo, la dependencia tecnológica se profundiza.
El siglo XXI no será de quien más produzca, sino de quien controle los flujos. Esa es la verdadera guerra: una guerra de licencias, chips, litio, y de minerales que no se ven pero sostienen todo.
China aprendió que la fuerza ya no está en los ejércitos, -aunque también lo tiene- sino en las cadenas invisibles que mantienen de pie la economía global. Y ahí reside su ventaja: puede cerrar el flujo sin disparar una sola bala y paralizar a Estados Unidos.
Trump puede escribir un mensaje en sus redes sociales y alterar los mercados por un día.
Pero China firma un documento y el mundo entero se detiene. Porque el dragón no reacciona: calcula, no amenaza: regula. Y en esa precisión reside su poder actual.



















