UNA POCA DE GRACIA
Por: Carlos Alberto PÉREZ AGUILAR
En las últimas dos décadas, la educación media superior y superior se ha convertido en el eje de los proyectos de vida de miles de jóvenes.
Terminar la preparatoria y alcanzar un título universitario dejó de ser un privilegio para convertirse en una obligación cultural y familiar. Padres y madres, conscientes de que la mejor herencia no siempre es material, ven en la educación el camino para abrir puertas a sus hijos en un entorno laboral cada vez más competitivo.
Sin embargo, este fenómeno ha traído consigo un reto mayúsculo: la saturación de las instituciones públicas. El crecimiento de la demanda en preparatorias y universidades ha superado con creces la capacidad instalada del sistema. Las escenas de salones con más de 50 estudiantes, docentes rebasados en su carga laboral y procesos pedagógicos debilitados se han vuelto comunes. Bajo estas condiciones, el acompañamiento vocacional se convierte en una utopía y la deserción escolar deja de ser una excepción para transformarse en un riesgo latente.
En este contexto, la educación privada aparece como una alternativa real y muy necesaria. Universidades privadas demuestran que es posible construir modelos más cercanos al estudiante. El trato personalizado, los grupos reducidos y la posibilidad de acompañar a las y los jóvenes en su proceso formativo hacen una diferencia tangible. No se trata únicamente de impartir clases, sino de formar personas capaces de descubrir sus talentos, consolidar sus proyectos de vida y transitar con mayor seguridad hacia la etapa profesional.
Lo bueno de la educación privada, es justamente esa capacidad de ofrecer calidad en el vínculo humano, algo que la masificación de las instituciones públicas dificulta. En un grupo de 20 o 25 alumnos, el profesor conoce las inquietudes de cada uno, detecta sus áreas de oportunidad y puede orientar mejor. Esta cercanía es invaluable en una etapa donde las decisiones que se toman marcan de por vida.
En Colima, podemos hablar de muchos grandes esfuerzos de instituciones educativas privadas que abren esta posibilidad y diversifican la oferta que enfrentan retos semestre a semestre, afrontándolos con disciplina y mucho orden; sumando la vocación de docentes que encuentran también en estas causas una posibilidad de seguir su vocación, ante lo cerrado que son, justamente, los espacios para impartir cátedra en escuelas públicas que enfrentan una carga administrativa muy elevada.
No obstante, también es cierto que el acceso a la educación privada enfrenta un obstáculo estructural: las becas. Mientras que los estudiantes de instituciones públicas cuentan con apoyos federales, quienes optan por universidades privadas suelen quedar al margen de esos estímulos. Paradójicamente, muchos jóvenes de escuelas privadas trabajan para pagar sus estudios y sostener sus gastos, pero no reciben la misma cobertura de programas sociales. Esto genera una especie de segregación injusta, como si la decisión de elegir una institución privada los colocara en un nivel distinto de prioridad.
Frente a este panorama, el esfuerzo de las universidades privadas por crear mecanismos internos de apoyo, descuentos o convenios, merece ser reconocido. En el caso de muchas universidades privadas hay un compromiso claro con el desarrollo de los estudiantes, un esfuerzo que seguramente comparten muchas otras instituciones particulares que trabajan de manera silenciosa en el estado. Son universidades que entienden que no se trata de competir con las públicas, sino de complementar un sistema que hoy luce insuficiente.
En conclusión, lo bueno de la educación privada radica en la posibilidad de equilibrar las cargas del sistema educativo nacional. No se trata de idealizarla ni de ignorar los retos que enfrenta, pero sí de reconocer que ofrece ventajas sustanciales: cercanía, acompañamiento, flexibilidad y, sobre todo, calidad humana en la enseñanza.
Si como sociedad entendemos que la educación no puede dividirse entre pública y privada, sino concebirse como un mismo fin —la formación integral de las nuevas generaciones— podremos valorar mejor el papel que cada institución cumple en este engranaje. Porque al final, lo que está en juego no son estadísticas ni cifras de matrícula, sino el futuro de nuestros jóvenes.