APUNTES PARA EL FUTURO
Por: Essaú LOPVI
En una democracia funcional, el periodismo debe ser incómodo. Su deber no es complacer al poder, sino vigilarlo. Señalar, preguntar, investigar, revelar.
Por eso alarma, que desde distintos frentes del Estado mexicano se estén consolidando estrategias para silenciar al periodismo crítico bajo el disfraz de la defensa de derechos o se proteja de violencia política en razón de género.
Tres casos recientes lo exhiben con claridad:
En Guerrero, el periodista Jesús Castañeda y su equipo de Acapulco Trends revelaron inconsistencias por casi 898 millones de pesos en el ejercicio fiscal 2023 de la alcaldesa de Acapulco, Abelina López Rodríguez.
El presunto desvío, aún en etapa de observación por parte de la Auditoría Superior del Estado, está vinculado al desastre que dejó el huracán Otis. La reacción de la alcaldesa no fue desmentir con datos, ni transparentar la documentación. Fue denunciar al medio por violencia política de género. El Tribunal Electoral local no sólo le dio la razón: ordenó que el medio se disculpe públicamente por 15 días consecutivos y difunda extractos de la sentencia durante un mes. Es decir, se sanciona la cobertura de un asunto de interés público como si fuera una agresión personal.
En Tamaulipas, el periodista Héctor de Mauleón escribió una columna en El Universal sobre los presuntos vínculos de Tania Contreras López, hoy presidenta del Poder Judicial del estado, con una red de huachicol encabezada por su cuñado, según documentos del propio Centro Nacional de Inteligencia. La columna fue sustentada con datos y vínculos reales, como suele hacerlo Mauleón. ¿La respuesta? Una denuncia por calumnia y violencia política de género… que el Instituto Electoral de Tamaulipas aceptó y sancionó, extendiendo la responsabilidad al propio diario.
Y en Campeche, el gobierno de Layda Sansores logró imponer medidas cautelares que impiden al periodista Jorge González Valdez hablar sobre la mandataria. No se trata de protegerla de una campaña de odio en redes sociales, sino de una orden judicial para vigilar y supervisar preventivamente sus publicaciones. Una forma elegante —y peligrosa— de censura.
En todos estos casos hay un patrón: cuando un periodista incomoda, se activa una ruta institucional para colocarlo en el banquillo de los acusados. No se refutan las acusaciones con evidencia. Se judicializa el discurso. Se invoca la defensa de los derechos de las mujeres, pero no para garantizar la equidad de género en el debate público, sino para callar al que denuncia el abuso del poder.
Seamos claros: la violencia política de género existe, es grave y debe sancionarse. Pero utilizar ese marco legal para castigar trabajos periodísticos legítimos, es una perversión del sistema de justicia y una amenaza directa a la libertad de expresión.
La prensa no es infalible. Puede equivocarse. Pero los errores se corrigen con derecho de réplica, con transparencia, con investigaciones paralelas, no con tribunales electorales ni jueces de consigna. Cuando los políticos se convierten en censores bajo pretexto de ser víctimas, lo que está en riesgo ya no es solo el periodismo: es la capacidad de la sociedad para estar informada y defender su democracia.
Lo que ocurre en Guerrero, Tamaulipas y Campeche no son hechos aislados. Es un síntoma de lo que vendrá si no se defiende la palabra antes de que el silencio se normalice.