APUNTES PARA EL FUTURO
Por: Essaú LOPVI
El domingo 1 de junio del 2025 se celebró una elección inédita en la historia democrática de México: por primera vez, la ciudadanía fue convocada a las urnas para elegir a cargos del Poder Judicial de la Federación.
Pero lo que debió ser un ejercicio cívico masivo, terminó convertido en un ensayo fallido de participación ciudadana.
De acuerdo con cifras preliminares del INE, apenas entre el 12.57 y el 13.32 por ciento de las personas registradas en la Lista Nominal acudieron a votar. La apatía fue masiva, el desinterés evidente y el mensaje contundente: esta elección no nació de la sociedad, sino de una sola voluntad política, del ex presidente Andrés Manuel López y secundado por su partido.
Más allá del discurso institucional de “avance democrático”, lo ocurrido el domingo debe preocuparnos seriamente.
Según lo informado en cadena nacional por la presidenta del INE, Guadalupe Taddei, y confirmado también por la presidenta de la República, Claudia Sheinbaum, la participación se estimó en alrededor de 13 millones de votantes.
Si comparamos esta cifra con el costo total del proceso —7 mil 339 millones 992 mil 698 pesos— el promedio por voto emitido fue de aproximadamente 564 pesos por persona. ¿Valió la pena gastar más de medio millar de pesos por cada voto en un ejercicio que ni siquiera despertó el interés de la población?
Porque lo cierto es que esta elección, lejos de surgir de una demanda social, fue impulsada desde el poder presidencial saliente.
El entonces presidente Andrés Manuel López Obrador insistió en la necesidad de “democratizar” al Poder Judicial, no a través de reformas de fondo, sino por medio de una solución vertical: elegir directamente a jueces y magistrados. La idea fue acogida por su sucesora y ahora presidenta, quien respaldó el proceso y lo presentó como un paso histórico. Pero si el pueblo no acude a las urnas, ¿de qué historia estamos hablando?
La elección del Poder Judicial no prendió entre la ciudadanía por una razón simple: no fue entendida, no fue explicada con claridad, y sobre todo, no fue sentida como propia.
A diferencia de los procesos presidenciales, legislativos o municipales —en los que la población sabe que está decidiendo sobre temas que afectan su vida diaria—, esta elección fue percibida como lejana, técnica e impuesta. ¿Quiénes eran los candidatos? ¿Qué poderes tenían? ¿Qué impacto tendrían sus decisiones? Preguntas sin respuesta para millones de ciudadanos que, ante la confusión, optaron por la abstención.
Esto no significa que la idea de reformar el Poder Judicial no sea legítima o necesaria. Al contrario: México necesita un sistema judicial más cercano a la gente, más transparente y menos capturado por intereses corporativos o políticos. Pero la legitimidad de una reforma no se construye desde el decreto ni desde la ocurrencia, sino desde el consenso, el diálogo público y la pedagogía cívica. Nada de eso ocurrió.
El resultado, hoy, es una paradoja: se invocó la voluntad popular para justificar una elección, pero esa misma voluntad le dio la espalda. Se gastaron miles de millones para demostrar que la democracia se fortalece con participación, pero se terminó exhibiendo el profundo desencanto de una ciudadanía que —con razón o sin ella— no vio en esta convocatoria una herramienta de cambio real.
Que quede claro: el fracaso no es técnico. El INE hizo su parte, como lo ha hecho una y otra vez, con profesionalismo. El problema es político y, sobre todo, de origen: una democracia no puede imponerse desde arriba ni justificar cada decisión en el nombre del “pueblo” cuando el pueblo, en los hechos, no está participando.
Si de verdad queremos transformar el sistema de justicia, comencemos por lo esencial: escuchar a la sociedad, abrir procesos participativos genuinos, y no confundir una urna con una varita mágica. Porque las elecciones se ganan con votos, pero las transformaciones se construyen con legitimidad. Y ésta, por ahora, quedó seriamente en duda.