Frases de oro

Por Jorge Arturo Orozco Sanmiguel

La noche del 15 de septiembre de 2025 no fue una más en la larga tradición de conmemoraciones patrias. Fue, quizá, un parteaguas simbólico y político en la historia reciente de México. Por primera vez en más de dos siglos, una mujer, Claudia Sheinbaum Pardo, encabezó como presidenta el Grito de Independencia. El hecho no es anecdótico: es un mensaje de fondo, una fractura en la narrativa que durante doscientos años relegó a las mujeres al papel de invitadas secundarias de la historia oficial.

El acto no estuvo acompañado de los excesos que durante décadas definieron a los gobiernos de la derecha. Aquellas noches de dispendio, fuegos artificiales interminables, banquetes reservados a una élite; hoy parecen postales lejanas. En su lugar, la austeridad republicana marcó el tono: sobriedad, sencillez y un esfuerzo deliberado por distinguir lo esencial de lo accesorio. Fue una continuidad con el estilo de gobierno iniciado en 2018 y, al mismo tiempo, un contraste contundente con los años en que la política se confundía con el espectáculo.

Pero la verdadera novedad estuvo en los símbolos femeninos que atravesaron la noche. La presidenta, (con A) no sólo nombró a los héroes de la Independencia, sino que enunció a las heroínas por su propio nombre, sin la carga de los apellidos maritales que por siglos borraron su identidad. Josefa Ortiz de Domínguez no fue “la Corregidora”, sino la mujer que, con voz propia, desafió al virreinato. Gertrudis Bocanegra apareció no como un eco lejano, sino como protagonista en pie de igualdad. Y así, cada nombre femenino resonó en el balcón presidencial con una fuerza inédita: la historia nacional narrada por una mujer y para todas las mujeres.

El detalle no se limitó al discurso. La escolta presidencial estuvo encabezada por mujeres. Muchas artistas que cantaron fueron exclusivamente mexicanas, voces femeninas que reinterpretaron la música nacional desde la fuerza de lo propio. Incluso la banda presidencial había sido bordada por manos de mujeres militares, un gesto pequeño en apariencia, pero cargado de significados. El mensaje fue claro: la patria ya no se declina únicamente en masculino.

Mientras tanto, en la acera opuesta de la política, la oposición conservadora intentaba sembrar un vacío. “No hay nada que celebrar”, repitieron una y otra vez en redes sociales. La frase resultaba amarga y paradójica: era la misma que tanto repudiaron cuando desde el pueblo se les gritaba en sus años de gobierno. La incoherencia quedó en evidencia cuando el Zócalo se abarrotó. Decenas de miles acudieron a la cita, demostrando que la memoria histórica y el deseo de festejo no se apagan por decreto opositor.

Ante esa realidad, emergió un espectáculo paralelo, casi caricaturesco. Ricardo Salinas Pliego, el magnate de la televisión y las redes, improvisó su propio “grito de independencia” digital. Su discurso fue una mezcla de soeces insultos y llamamientos vacíos a la paz y la unidad. Llamaba a la concordia mientras denigraba a quienes votan por Morena; pedía serenidad económica mientras insultaba a expresidentes de izquierda en América Latina; rechazaba el comunismo invocando como ejemplo a la difunta Unión Soviética y a la China actual, sin recordar que la URSS fue potencia mundial y que la República Popular China es hoy uno de los motores económicos del planeta.

El grito virtual de Salinas Pliego no fue un exabrupto aislado, sino la evidencia de un oligarca que durante décadas operó con la certeza de tener al gobierno a su servicio. En tiempos de la Cuarta Transformación intentó mantener esa influencia enviando a sus peones políticos a la batalla, pero uno tras otro se desplomaron en las urnas y en la opinión pública. Apostó luego al poder judicial como último bastión de resistencia, y también salió derrotado frente al empuje popular. Hoy, sin caballería ni alfiles que le sirvan de escudo, se ve forzado a salir él mismo a dar la cara. Y no hay duda: el pueblo sabrá también darle su lección, porque ninguna riqueza personal ni campaña digital puede sustituir la legitimidad que emana de la voluntad colectiva.

Ese contraste dejó en claro que no había un solo grito, sino dos. El que brotó del Palacio Nacional, con la fuerza de la memoria y la esperanza, y el que se lanzó desde las trincheras del privilegio empresarial, en un intento desesperado por marcar agenda. El primero fue multitudinario, colectivo, cargado de símbolos de inclusión. El segundo fue individual, digital, limitado al eco de los algoritmos y los aplausos interesados de quienes ven en la política un mero instrumento para preservar ganancias.

La diferencia entre ambos gritos revela, en realidad, el estado de la lucha política en México. Por un lado, un pueblo que encuentra en la izquierda una posibilidad de reparación tras décadas de saqueo priista y panista. Por otro, una élite que siente que la independencia, (esta vez, de sus privilegios) amenaza con alcanzarla.

El Grito de 2025 se recordará, quizás, como el primero encabezado por una mujer. Pero también como la noche en que se enfrentaron dos narrativas irreconciliables: la del pueblo que celebra la posibilidad de un país más justo y la de una oposición que insiste en negar el presente con fantasmas del pasado. La historia, como siempre, decidirá cuál de los dos gritos resonó con mayor fuerza: si el que convoca a la memoria, a la dignidad y a la inclusión, o el que, entre insultos y contradicciones, solo busca sostener la nostalgia de un poder que ya no existe.

Lo cierto es que aquella noche, bajo los balcones del Palacio Nacional, la voz femenina de una presidenta se enlazó con la de miles de ciudadanas y ciudadanos. No fue un grito cualquiera. Fue un grito que, más que recordar la independencia de hace dos siglos, encendió el debate sobre lo que hoy se sigue construyendo: la ruptura de la desigualdad, corrupción y privilegios. La nación que, al fin, empieza a nombrar a todas y a todos sus héroes por su nombre propio.