Una reflexión para mamás, papás, y personajes políticos: un niño en la película equivocada

Frases de oro

Por Jorge OROZCO SANMIGUEL

Para comenzar, quiero mencionar una anécdota muy necesaria. Ayer, domingo 7 de diciembre, acudí al cine. Justamente en la sala me reencontré con un viejo universo que conozco bien: Five Nights at Freddy’s. Seguidores y seguidoras del juego entenderán perfectamente ese magnetismo extraño que produjo su historia desde los primeros lanzamientos hasta Sister Location, (hasta ahí llegué en el lore, honestamente).

Yo mismo lo viví: me traumó, intrigó y terminé consumiendo cada teoría, línea argumental y hasta las historias inventadas por la comunidad. Y es que esta misma lo convirtió en algo más que un videojuego; lo transformó en una obra colectiva. Dicho coloquialmente: FNAF es lo más cercano al sueño de Marx aplicado al entretenimiento digital. Un producto construido desde abajo, con la fuerza creadora de sus propios usuarios.

Pero, pese a esa fascinación, hubo algo que me detonó una reflexión profunda: dos personas adultas llegaron con una niña mayor y un niño menor. Este a simple vista, tendría cinco o seis años. No lo aseguro, pero tampoco hace falta precisión. Bastó escuchar cuando la hija mayor comentó: “Solo hay un niño en la sala”, y luego, entre risas, la madre soltó la frase que encendió esta columna: “¿Por qué hay puro adulto en una película para niños?” Y ahí empezó todo.

La película advierte una clasificación 15+. El juego, desde su origen, porta etiquetas PEGI 12 o ESRB T. Es decir, ni la industria cinematográfica ni la industria de videojuegos esconden nada. La advertencia está ahí, clara. La pregunta es: ¿por qué algunas madres y padres interpretan “videojuego” como “infantil” por defecto?

Desde la lingüística sabemos que las palabras arrastran sentidos culturales. En el imaginario colectivo, “juego” es sinónimo de infancia, y videojuego parece mantener esa sombra semántica. Esa es la trampa. Se piensa que cualquier producto interactivo pertenece al mundo de las niñas y niños, cuando el propio lenguaje ha evolucionado más rápido que nuestra comprensión. La etiqueta “para niñas y niños” no proviene del contenido, sino del prejuicio lingüístico. Así se construye un problema: un error semántico termina convirtiéndose en una negligencia educativa.

La filosofía también lo advierte: la infancia es un territorio sagrado. Hannah Arendt hablaba del mundo común como ese espacio que las y los adultos debemos proteger para entregarlo en condiciones habitables a quienes vienen detrás. Las niñas y niños, decía, no están todavía en condiciones de cargar con todas las sombras de ese mundo. No es que sean débiles; es que su tarea es otra. Su labor es crecer, no defenderse prematuramente de los horrores del mundo adulto.

Por eso, cuando una madre o padre piensa que una película diseñada para adolescentes o adultos “es para infantes” solo porque está basada en un juego, no solo comete un error de juicio: traiciona ese deber ético que Arendt denominaba “responsabilidad adulta”.

Y sí, se preguntarán: ¿por qué tanta preocupación por una simple película? Porque las infancias absorben. Estas imitan y las recrean. No estoy diciendo, (y quiero ser muy claro) que un videojuego violento convierte a una niña o un niño en criminal en potencia. Sería absurdo. Pero desde la filosofía moral y la psicología del desarrollo, sabemos que la exposición temprana a la violencia, especialmente cuando está estetizada o normalizada, sí modela percepciones, sensibilidades y límites.

Jean Piaget explicaba que antes de cierta edad, la capacidad para distinguir ficción de realidad todavía está en construcción. Si una niña o niño observa muertes severas, tortura o violencia como entretenimiento, ese material simbólico se integra a su forma de entender el mundo. Ese es el punto: no la violencia en sí, sino la incapacidad aún inmadura para procesarla.

Por ello aseguro que el problema no es tecnológico, es ético. Hoy vivimos un país atravesado por prácticas bélicas. La violencia se normaliza, se decanta y se infiltra. Entiendo, aunque no comparto, la obsesión del Gobierno Federal por combatir los narcocorridos, corridos bélicos, videojuegos violentos o los juguetes que propaguen la agresión. Es un intento desesperado, (y muchas veces torpe) por atacar el problema desde la cultura. Pero incluso en esa torpeza, hay algo que salta: si el Estado intenta regular lo que las familias no cuidan, es porque algo falla en los hogares.

Tiene razón quien alguna vez dijo en vida, el ex presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo: si usted sabe que su hijo o hija está envuelto en la violencia y lo permite, usted también es parte del problema. Eso aplica hoy, desde otra perspectiva: si usted permite que su hija o hijo consuma violencia sin tener la madurez para procesarla, está colocando en riesgo no solo su sensibilidad, sino su comprensión ética del mundo.

Pero la situación real es que la raíz del problema está en la formación, no en la censura. Aquí celebro la postura educativa del Partido del Trabajo: atacar la violencia no desde la prohibición, sino desde la cultura y el pensamiento crítico. Como lo dijo, (y muy bien dicho) el revolucionario cubano José Julián Martí Pérez: “Solamente un pueblo culto puede ser verdaderamente libre.”

La educación, y no la represión, es lo que nos salvará. Pero esta empieza en casa. La filosofía y la lingüística lo saben, (desde mis conocimientos académicos). Las dos disciplinas coinciden en algo: la forma en que nombramos y la forma en que pensamos determinan la forma en que actuamos.

Si un padre o madre llama “película para niñas y niños” a lo que no lo es, actuará como si no hubiera riesgo. Si un responsable de familia cree que “solo es un juego”, no verá la advertencia PEGI, ni ESRB, o la posibilidad de trauma y la delicadeza de la mente infantil.

Regresando a la sala del cine en la que estaba, lo confieso: hubo escenas en las que yo estaba más preocupado por ese niño que sus propios padres. Yo mismo, siendo adulto, encontré momentos tensos, perturbadores y moralmente fuertes. No se trata de puritanismo ni de satanizar productos culturales; se trata de entender que la infancia tiene sus tiempos. Y que si una niña o niño tiene cinco años, no necesita entender la muerte, tortura, abandono ni horror. Tiene derecho a jugar sin miedo y dormir sin sobresaltos. A desarrollar su mundo simbólico sin violencia parasitaria. La filosofía lo dice con todas sus letras: “la infancia es el primer territorio político que la sociedad debe proteger”.

El control parental no es un capricho. No es censura ni exageración. Es una ética mínima. Una responsabilidad que se ejerce no vigilando, sino acompañando. No limitando, sino discerniendo.

El videojuego de Five Nights at Freddy’s seguirá siendo una obra querida, compleja y fascinante para quienes crecimos con él. Pero no es, (ni será) material para infancias pequeñas. Y no porque pueda volverlas violentas, sino porque exige una comprensión emocional, simbólica y moral para la cual aún no están listas.

Porque si algo debemos aprender, es que las niñas y niños deben, ante todo, ser eso mismo: niñas y niños. Y que permitir esto es, quizá, el acto político más profundo que un adulto puede ejercer.