Un decadente chou

Para Saciar mi Sed
Por: Ivonne BARAJAS

Escribo y borro la misma línea varias veces. Quisiera abandonar, dejar la escritura para otro momento pero intuyo que, detrás de este cansancio, algo quiere emerger.

Ante la dificultad de articularlo, aparecen —me son familiares en estos casos— las ganas de huida o renuncia: la tentación de correr a la cocina y comenzar con el proyecto de mermelada de higo, los falsos deseos de cepillar con larga calma a la perra o de tomar el teléfono para hacer una llamada, pero ¿a quién?

No circula el aire ni hace frío. Todo está calmado y seco. Tedio, aburrimiento, ¿qué más? Pasa la sombra de un fantasma, sin vitalidad para tomar la forma que lo arroje al mundo; es nube, humo, hueco. Es la locura. Lalo Cura. Una larga introducción para hablar de lo que temo: la caída libre, la náusea, la corrupción.

Jerónimo Rabell —Payaso furunculo mugrosin— trajo a Colima, enmarcado en el Circuito Nacional de las Artes Escénicas en Espacios Independientes del programa “Chapultepec: Naturaleza y Cultura” que organiza el Gobierno Federal, su Decadente Chou. Se presentó en El Patio-Taller, con una función diaria del 20 al 24 de enero; el plan original contemplaba dos fechas pero un desperfecto en su vehículo lo tuvo estacionado en la capital, y aprovechó el tiempo para ofrecer más funciones con llenos totales.

Personifica a un payaso alejado de sus facultades mentales y propenso a la depresión y al suicidio; su transformación opera ante los ojos del público: en el escenario se viste, calza, maquilla; todo en él transpira sudor, suciedad, polvo; su aspecto es penoso…pero es parte del chou.

Quiere abrir su estuche, extraer su instrumento (aparentemente un violín) y ofrecer una sesión musical; pero la locura le llena el camino de complicaciones: así que antes de lograr su cometido hace un número con globos, malabares con bolsas de plástico, diseña un cuento fatal protagonizado por una familia de pollitos chillones. Todo parece desarticulado y huele a fracaso, de a poco nos va arrastrando al calabozo de su mente, a su manera particular de ver. La espiral desciende y, girando en círculos hasta el mareo total, el payaso indigente divaga; nos conduce a las sombras, a la intranquilidad; a los que comenzamos riendo nos queda apenas una mueca que podría terminar en llanto. En este punto ya no es posible recurrir a la fuga estruendosa de la risa; ya no es posible, pues, tomar ese escape para aliviar la tensión.

El payaso hace alusión a los desaparecidos, a las ganas de morirse, a las ganas de matar, a las ganas de arder: “Ya nos vamos todos”, dice, haciendo un guiño al suicidio y a la posibilidad de incendiarnos: tiene a la mano cerillos y un galón de gasolina. Allí me tomó por sorpresa la adrenalina, la emoción de quien sonríe, afectada, ante la posibilidad de que ese sea el final. Todos, quizá, albergamos un discreto deseo de arder.

Sin afán de romantizar las enfermedades mentales, el Decadente Chou honra la locura como acceso a una realidad más pura; al mismo tiempo, pone el dedo en un tema de salud pública que, en México, nos tiene rebasados: todos conocemos a un puñado de locos sueltos por nuestro país-manicomio. Pues sí, su chou también reflexiona al respecto, pide sin pedir, porque no es su estilo la fábula ni el teatro educativo, que se atienda a los deprimidos,a los catatónicos y a los esquizofrénicos. Que se frenen, con atención médica oportuna, los suicidios, “todos esos desastres innecesarios”.

Pese al transcurrir por densas sombras del decadente chou emanaron sutiles luces de compasión y esperanza; por fin se hizo la música: una tonada melancólica y delicada surgida del corazón bondadoso de un enfermo mental.