Tres nudos de garganta

Columna Sedentaria
Por: Avelino Gómez

Ojalá que usted haya visto a Marcello Mastroianni en “Están todos bien” (Stanno tutti bene, 1990), dirigida por Giuseppe Tornatore. Y digo ojalá, porque me agradaría que tuviera en la mente una escena de esa película. Es aquella en la que el personaje envejecido de Mastroianni viaja en un vagón de tren y, de pronto, un hombrecillo ebrio —otro pasajero— empieza a cantar alegremente.

Poco después, todos en el vagón se unen al relajo. En tanto, Mastroianni (su personaje, claro), le da la espalda a la fiesta que se desata entre sus compañeros de viaje, sintiéndose un poco amargado: ya viejo, sabe que la alegría es mucho más que entonar una canción. Así, triste y balanceándose con el vaivén del tren, le da por recordar a uno de sus hijos, siendo niño, diciéndole cosas como: “¿Qué tienes? ¿No te sientes bien? ¿Te acuerdas cuando te quité la primera cana? Prometiste darme cinco liras por cada cana”.

Anterior a esta escena, los espectadores ya hemos visto toda la pesadumbre que encorva de hombros al personaje. Y en este punto de la película, que es casi el final, los espectadores debieron sentir un nudo en la garganta.

En otra cinta italiana, pero de Vittorio de Sica, titulada “Umberto D” (1952), la trama recae en las desgracias que sobrelleva un burócrata jubilado. Es un anciano que ya no tiene familia ni vínculos afectivos, salvo su perro faldero llamado Flike. Durante hora y media, los espectadores vemos al anciano Umberto yendo de una desgracia a otra, pues apenas sobrevive con la exigua pensión que recibe del estado. En la penúltima escena, el anciano (harto y abatido) camina hasta la vía del tren llevando a su perro en brazos. Se va a suicidar. Está a punto de abalanzarse a las ruedas de una locomotora, que pasa a toda velocidad. Pero el perro, atendiendo su instinto de supervivencia, se zafe de los brazos de Umberto, salvando a ambos de la muerte. El dramatismo de la escena es tan intenso que debe ser una de las más memorables del neorrealismo italiano. Aquí hubo, de seguro, otro nudo en la garganta.

En una tercera película italiana, esta vez de Federico Fellini, titulada “Los inútiles” (I Vitelloni, 1953), la última escena está a cargo de un joven personaje llamado Moraldo (el alter ego de Fellini) que, para buscarse un destino, decide abandonar el pueblo natal en el que no hay futuro posible. En la pantalla vemos a Moraldo en la escalinata de uno de los vagones. Cuando el tren inicia su marcha, sale a cuadro un niño llamado Güido, que le pregunta: “¿A dónde vas? ¿Qué vas a hacer?”. Y Moraldo contesta: “No lo sé, debo irme, no lo sé”.

El niño hace una última pregunta, pero no la puede contestar Moraldo, porque no sabe qué decir. “¿No estabas a gusto aquí?”, le pregunta el chico. Y Moraldo guarda silencio. Entonces, ante nuestros ojos, el tren se aleja, y Moraldo mira —junto a nosotros— al niño que corre detrás de los vagones. Otro nudo de garganta.

Llegado a este punto usted puede preguntarse que a qué viene todo esto de las películas y los nudos de garganta. Y pues a nada. No vienen a nada.