Salto a la luna

Para saciar mi sed
Por: Ivonne BARAJAS

Hay miedos que parecen heredados de vidas pasadas. Se sienten tan añejos y tan insuperables que, he llegado a pensar, ese nivel de trauma no se construye en la brevedad de una sola vida; se requiere del reposo recalcitrante por varios siglos, generaciones, reencarnaciones.

Todos los miedos merecen respeto hasta que ya no necesitan más nuestra lealtad; se vale dejarnos atrás, se vale decirnos adiós…mientras, es justa nuestra fobia a las arañas o a las alturas o al compromiso o a la oscuridad o a conducir un auto; ese último, mi caso.

Por años me pareció inconcebible que un vehículo saliera de su cochera para enfrentarse a la jauría de tráfico y, luego, retornara intacto —sin haber atropellado a nadie, sin haber provocado un choque, con el conductor impecable y sin rasguño— a su punto preciso de partida. Esa hazaña se sentía un milagro improbable; y sin embargo a la gente le sucedía (casi) siempre.

En mi sistema de creencias este hecho no tenía sentido, no tenía lugar.  Argumentaba, con la vehemencia de quien cede a moverse de su postura, que prefería caminar, andar en bicicleta y usar el transporte público; interiormente sentía también que no quería cumplir con la responsabilidad de (man)tener un auto: tenencia, placas, servicios, gasolina. Además, seguía en mi encarnizada retahíla, juzgaba que mucha gente daba a sus autos un uso inconsciente y hasta egoísta: un vehículo con capacidad de mover a cinco individuos está casi siempre llevando a un solitario conductor que anda por la calle cumpliendo tareas inútiles. Seamos honestos, a muchos se nos va la vida en quehaceres urgentes…e insignificantes.

Pero quiso la vida traerme a habitar mi Casa Paraíso, a orillas de la carretera federal. Yo insistía en que podía seguir resolviendo mis necesidades de movilidad sin tener que aprender a manejar. Saúl me interrogaba, interesado en descubrir los resquicios de esa resistencia monumental: “No sé, amor, tal vez en mi vida pasada morí en un accidente de tránsito y ahora me paraliza el miedo…” y lo miraba, hostil, con ojos de ‘ni un paso más en esta dirección’.

Meses después vino con la noticia de que el tío Joaquín estaba vendiendo el Jetta; ah, dije sabiendo a donde podía dirigirse el lío; es automático, ah; puedes probar si quieres, ah. El carro estuvo tres meses estacionado afuera de nuestra casa, en calidad de préstamo. Yo pasaba y lo veía con el rabillo del ojo, casi con recelo. Al fin una vez lo enfrenté sólo para comprobar que yo tenía razón: me sentía en una nave espacial grandísima que no se dejaba manipular. Salí del auto, y lloré toda la tarde injuriándome en silencio. El llanto abrió un zurco, un parteaguas: era ahora o nunca. Si decía que no, sería para siempre; saber eso hizo que el sí se expresara con fuerza. No sabía cuándo ni cómo pero estaba decidido: aprendería a manejar.

Y sucedió. Aunque circule entre asfalto y hormigón, y el horizonte esté decorado con palmeras, conducir un auto significó un crecimiento personal —la altitud marcha bien, la velocidad es la exacta; giro completo, nos estamos moviendo—; algo que definiría como mi propio salto a la luna.