RIMANONONONOOOOOOOOOONNNNNNNNNN

ARCA
Por: Juan Carlos RECINOS

El trabajo de Álvaro Gabriel Rivera Muñoz, mejor conocido como RIMA, se ha convertido en una de las manifestaciones gráficas más vibrantes, lúcidas y necesarias del México contemporáneo.
Su cartón político —ejecutado siempre en blanco y negro desnudo, tajante y elocuente— articula una estética donde humor, crítica y sensibilidad social convergen para generar un lenguaje visual que no solo observa la realidad: la interroga, la hiere, la desenmascara y la reinventa.

La firma del autor —ese tlacuache astuto y entrañable— es un sello simbólico de identidad mexicana: picaresca, resistencia, ingenio popular y nocturna clarividencia. En cada cartón político, ese animal totémico parece recordarnos que el dibujo no es ornamento, sino pensamiento; que el cartón político no es un género menor, sino una forma de conocimiento. En manos de RIMA, distorsionar es revelar: cada trazo amplifica gestos, sombras y expresiones humanas hasta convertirlas en destilaciones de verdad emocional.

RIMA prolonga y reconfigura la tradición que va de Posada, a El Chango García Cabral, Arias Bernal y Rius: de ellos hereda la mordacidad popular, la elegancia del trazo y la valentía para desnudar al poder sin ceremonias. Pero no se limita a repetirlos: los depura. En su mano, la línea —sin color, sin ornamento, sin concesiones— concentra gesto, tensión e intención hasta convertir la exageración en una forma superior de claridad. En Colima, donde publica, su trabajo dialoga con el presente inmediato con una lucidez poco común.

Cada cartón político es un microensayo: pensamiento en estado de imagen. Allí, su obra se vuelve archivo y conciencia, resistencia y memoria; distorsiona para revelar, simplifica para iluminar, exagera para comprender. En un país saturado de estridencia, RIMA demuestra que una sola línea bien colocada puede decir lo que no alcanzan a decir discursos enteros: devuelve luz, perspectiva y verdad.

El cartón político para RIMA ha sido siempre un instrumento democrático: un contrapoder que desmantela ficciones, evidencia abusos y captura el pulso de un país que vive entre el asombro y la herida. RIMA bebe de esa genealogía crítica, pero la hace avanzar. Su economía de líneas no es minimalismo: es síntesis expresiva. Su blanco y negro no reduce: afila.

En ese claroscuro conceptual, donde cada sombra es un argumento y cada trazo es una sospecha, la crítica se vuelve inmediata, certera y necesaria. RIMA, heredero y a la vez renovador, confirma que el cartón político sigue siendo uno de los lenguajes políticos más lúcidos de México y lo que lo distingue de sus predecesores es su capacidad de fusionar lo lúdico con lo profundo. En sus cartones, lo cotidiano es comentario social y lo político es relato visual. La sátira no degrada: desnuda. El tlacuache no es mascota: es el país que observa, que sobrevive, que se ríe para no desaparecer. Sus escenas poseen un ritmo interno —casi musical— donde humor y crítica conviven sin cancelarse. RIMA enseña, cuestiona, preserva memoria. Allí reside su maestría.

El cartón político es, al final, un espejo que deforma para revelar. Y ante el trazo de RIMA, uno no asiste a una crónica simple, sino a una fenomenología del poder en ruinas: políticos y figuras culturales convertidos en títeres de sus obsesiones, máscaras que se deshacen en cuanto la tinta toca el papel. México es, una búsqueda perpetua de la forma; para RIMA, la forma solo existe en su deformación.

En sus cartones políticos de geopolítica, el poder aparece como una profunda soledad. Ahí están Trump y Putin, deseando verse “a solas, sin Celoskis ni Zelenskys”: no buscan diálogo, sino el eco. RIMA capta el sueño del autócrata: un apartheid geopolítico del alma, una conversación privada entre soberbios que imaginan que el mundo se ordena al borrar la diferencia. La arquitectura del poder es la melancolía del espejo vacío.

En otra escena, Macron y Sheinbaum se encuentran en el ritmo marcial de los himnos: Occidente canta para recordar su historia, pero también para justificar sus batallas. La patria entonada es también la patria armada. RIMA expone la herencia trágica de ese civismo que disfraza, bajo el fervor, la consigna de guerra.

La crítica más aguda emerge en el choque entre el ideal del reconocimiento y la realidad popular: un Dr. Simi consolando a un Trump que ha “perdido” el Nobel. Lo que parece un chiste es una bofetada a la torre de marfil de la cultura norteamericana. El Nobel, fetiche del prestigio extranjero, deviene juguete roto. Mientras Trump llora la ausencia de un galardón imaginario, el Simi —símbolo del comercio masivo, de la sanación genérica y del afecto popular mexicano— lo tranquiliza con la serenidad del tendero que conoce los caprichos de su cliente. En México, parece decir RIMA, la farmacia pesa más que la academia; el simulacro de la cura vale más que la profundidad del pensamiento.

Dentro del país, el espejo se vuelve todavía más cruel. La figura vendada que pregunta “¿CUÁL MARCHA…?” encarna la negación institucionalizada: no es que el político no vea, es que no quiere ver. Su venda no cubre una herida, sino la verdad que el gobierno oculta desde la cúpula del poder. La máscara mexicana es tradicionalmente defensa ante el mundo; aquí es defensa ante la propia conciencia hecha pedazos. Más adelante, Marcelo Ebrard aparece atrapado entre confeti y la Sonora Santanera: la política degradada a verbena, el modernizador obligado a bailar cumbia. El poder no se ejerce: se festeja y se mimetiza.

Las líneas de RIMA son, en esencia, un grito de lucidez en medio de la “fiesta” nacional. Gruesas, urgentes, desprovistas de matices, como la realidad que retratan. No ofrecen paz, sino duelo: un combate contra la mentira, la vanidad y el autoengaño colectivo. Desde una perspectiva crítica, su obra demuestra que sigue siendo uno de los medios más vigorosos de resistencia cultural en México.

Sus cartones políticos funcionan como cápsulas de historia contemporánea: registran conflictos, delirios, hipocresías y celebraciones que, sin esta mirada incisiva, se desvanecerían en el ruido cotidiano. Cada escena es un ensayo visual: clara, accesible, profunda. RIMA se abre paso como uno de los caricaturistas más significativos de nuestra época. Renueva la tradición sin traicionarla. Conserva el espíritu combativo mientras lo traduce en un lenguaje propio.

Su obra es poética y política, simple y abismal, inmediata y perdurable. En cada línea y en cada sombra se afirma la certeza de que el dibujo —cuando piensa, cuando observa, cuando duele— es una forma de memoria, de conciencia y de resistencia. En un México siempre a punto de desbordarse, RIMA demuestra que incluso en blanco y negro puede estallar una revolución de ideas. Su obra no solo interpreta la realidad: la revela. Y al revelarla, la transforma.