APUNTES PARA EL FUTURO
Por: Essaú LOPVI
México inicia una apuesta arriesgada y sin precedentes: someter el Poder Judicial al escrutinio electoral.
Lo que el oficialismo celebra como “democratización de la justicia” abre, al mismo tiempo, un periodo de incertidumbre sobre la verdadera independencia de los jueces frente al poder político.
El arranque de esta “nueva era” estuvo cargado de símbolos: un presidente indígena en la Corte, sesiones itinerantes fuera de la capital, rituales de purificación, petición de ayuda y protección a Quetzalcoatl y un lema que habla de “reconciliación con el pueblo”.
Pero más allá de la escenografía, el trasfondo es claro: Morena construyó mayorías en la judicatura a través del voto, colocando a perfiles afines en la Suprema Corte.
México estrenó un Poder Judicial electo en las urnas, único en el mundo.
Morena lo vende como el acto supremo de democratización: jueces elegidos por el pueblo, un presidente indígena en la Suprema Corte y un pleno instalado bajo la consigna de “justicia para el pueblo”. El guion es perfecto, la escenografía impecable, el mensaje contundente: el poder judicial ahora responde a las mayorías.
Pero la realidad electoral del Poder Judicial dista mucho del porcentaje de votación de elección presidencial. La elección de los nuevos impartidores de justicia apenas logró una participación de 13 millones de electores, que no supera el 13 por ciento del padrón electoral. Por esta razón, afirmar que las mayorías decidieron este nuevo modelo, es un tanto engañoso.
Pero detrás de los rituales de purificación en el Zócalo y de las flores en la entrada de la Corte, persisten las viejas preguntas: ¿puede haber independencia cuando los ministros llegan bajo el impulso de un partido político? ¿puede un juez garantizar imparcialidad cuando debe su cargo a una campaña electoral y a un aparato partidista que lo promovió?
La presidenta Claudia Sheinbaum asistió en persona a la instalación del nuevo pleno de la Corte. El gesto, que desde Morena se presumió como un respaldo histórico, es leído por críticos como un recordatorio de quién manda.
En 1995, cuando Ernesto Zedillo reformó la Corte, se cuidó de no aparecer en la ceremonia, para marcar simbólicamente la distancia entre poderes. Treinta años después, la señal es la contraria: Ejecutivo y Judicial caminan de la mano, bajo el mismo credo político.
Y como si la polémica no fuera suficiente, los casos de nepotismo ya asoman. Apenas iniciada esta “nueva era”, se supo que el hermano de un ministro forma parte de la estructura judicial capitalina. Un episodio que contradice de inmediato el discurso de ruptura con las viejas prácticas.
La ironía es que Morena acusa a las reformas pasadas de haber mantenido al Poder Judicial sometido al poder político y económico, pero con la suya corre el riesgo de atarlo todavía más. La diferencia es que ahora lo hace con un voto popular como coartada. El riesgo es claro: jueces ‘legitimados’ en las urnas pero subordinados en los hechos.
Y si algo faltaba para desnudar las contradicciones, está el caso del esposo de la ministra de la Suprema Corte, Yasmín Esquivel. La ministra recién jurada forma parte de esta Corte que promete cercanía con el pueblo. Pero mientras tanto, su esposo, José María Riobóo, recibe 6 millones de pesos mensuales en un contrato para rentar un edificio al Tribunal Federal de Justicia Administrativa.
De acuerdo al medio EMEEQUIS en seis años, la cuenta alcanzará los 447 millones de pesos. El mismo sistema que se prometió austero y sin privilegios sigue alimentando negocios privados con recursos públicos.
La pregunta es simple: ¿de verdad cambió el Poder Judicial, o sólo cambió de manos?