Nosotros, los que aún estamos

Crónica sedentaria

Avelino Gómez

Se va el 2020 con todos su días y deja, flotando en el ambiente, la inquietante sensación de que buena parte del año la pasamos viviendo bajo el agua. El coronavirus y la obsesión por contener los estornudos apenas nos dio margen para respirar.

Encima de esta falta de aire, la pandemia nos quitó el gusto de pasar los mejores momentos al lado de nuestro seres más amados. En su lugar, tuvimos que resignarnos a estar nomás junto a nuestros familiares —los políticos y los no políticos—. En el peor de los casos, a algunos nos les quedó otra opción que estacionarse en un mundo cuasi-apocalíptico teniendo por molesta compañía a alguien que, en lugar de procurar buenas palabras, fue pródiga, o pródigo, en reclamos al no usar alcohol en gel y cubrebocas quirúrgicos. Y, sin embargo, sonreímos. Pero espere, no haga conjeturas; esto que arriba escribo es una observación tan general como superficial.

El distanciamiento social acrecentó la idea de que el amor —el verdadero— es todavía más voluble y escurridizo de lo que sospechábamos. En esta última mañana del año alguien, en algún frío lugar —una despistada escritora de novelas rosas tal vez— se estará preguntando cuántos amantes dejaron de frecuentarse y cuánto romanticismo se perdió en la nueva normalidad. ¿Cuántos afectos perdimos y cuántos ganamos durante este año de pandemia? Inquieta pensarlo, ¿cierto? A todos nos dará miedo hacer corte de caja porque, es seguro, las sumas y restas no habrán de cuadrar.

¿Entonces? Y nada. Con fin de un año, y el comienzo de otro, volveremos a sentir, erróneamente, que todo recomienza. Como si el mundo fuera una computadora que se resetea para volver a arrancar con un dudoso mensaje de bienvenida en la pantalla. Mañana por la mañana otra vez veremos que el sol brilla a pesar del frío, y que los pájaros cantan alegremente nomás por molestar a quienes todavía seguiremos en la cama a las doce del día.

Mientras tanto, los morales optimistas estarán agradeciendo de creerse vivos, o de que al menos no presentan tos ni escurrimiento nasal. Y los cínicos pesimistas estaremos pensando que debería haber una vacuna para eliminar, de la memoria, lo visto y vivido en estos últimos meses. Por mero equilibrio de fuerzas, el mundo también está poblado por esa clase de gente moderada, que se apega —y se apaga— en la corrección política del pensamiento: “vivimos lo peor, pero también lo mejor de la humanidad”, dirán ellos al hacer su balance durante la cena del año viejo. Y todos en la mesa les daremos la razón, nomás por no alegar frente a la humeante olla de tamales.

En fin, que el año se va. Y yo lo imagino —al año viejo— como un señor obeso y tosigoso, vistiendo una raída bata de hospital que no le alcanza a cubrirle el trasero. Y que, además, escapa por la puerta principal de nuestra desazón haciendo un ademán monárquico. Que se vaya pues. Antes que nos vuelva a estornudar en la cara. Quizá la molesta voz de la resignación nos dirá al oído: “lo que queda es mirar hacia adelante”. Que nadie se resigne. Nadie de nosotros, los que aún estamos. Mucho menos lo hagamos usted y yo. Si hemos llegado hasta aquí es porque supimos plantarle cara, estoicamente, a la distancia y al silencio que nos marcó el año infame. Volverá la certeza de que todo es posible, y también la certeza que nada es posible. De que seguimos en esta batalla que nos hace tan cercanos. De que todo en nosotros, desde los pies y hasta el último cabello de la cabeza, está lleno de promesas que se han ido cumpliendo. Para nosotros, los que aún estamos, que el futuro sea esta sonrisa que dibujamos al pronunciar en voz alta lo que pensamos. Que así sea, siempre.