‘Mexicanos al Grito de Guerra’

APUNTES PARA EL FUTURO
Por: Essaú LOPVI

Lo que ocurrió en la marcha convocada por la llamada Generación Z el pasado 15 de noviembre no es, como pretende el poder, una protesta manipulada, ni una conspiración digital. Es el síntoma más claro —y quizá el más preocupante para el régimen— de que el descontento dejó de ser un murmullo y se convirtió en un grito colectivo.

Y no, no importa si la mayoría de quienes marcharon tenía más de 30 años: lo importante es que salieron. Y que salieron hartos.

Desde Palacio Nacional, la reacción fue casi automática: descalificar, minimizar, burlarse, acusar “manos negras” y “campañas digitales”. Esa obsesión por ver bots donde hay personas revela más el miedo del gobierno que la naturaleza del movimiento. Porque un régimen seguro de sí mismo no necesita inventar fantasmas para desacreditar a su propio pueblo.

La realidad es que los intentos por manchar la convocatoria fueron directamente proporcionales al nivel de preocupación dentro del gobierno. Y claro que están preocupados: durante siete años se creyeron a sí mismos sus propias fábulas morales, se autoproclamaron jueces y salvadores del país, dueños del discurso ético y de la verdad histórica. Hoy México les está diciendo en la cara que ya no les cree nada.

La marcha no nació en oficinas de la oposición ni en cuartos de guerra. Nació en el hartazgo. En la rabia. En la decepción profunda de un país que fue prometido como “primero los pobres” y terminó convertido en un infierno donde la gente muere pidiendo ayuda que nunca llega.

Y lo que terminó de detonar la indignación nacional fue el asesinato cobarde y brutal del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo. Un hombre que pidió protección, denunció públicamente al crimen, señaló la complicidad de autoridades y tocó todas las puertas posibles. A nadie le importó. Su muerte fue el espejo donde millones se vieron reflejados: abandonados, desprotegidos, solos frente a la violencia que consume territorios enteros mientras el gobierno presume cifras maquilladas y discursos vacíos.

Por eso, cuando en las marchas se escucharon consignas como “queremos paz”, “narcogobierno”, “fuera Claudia”, “revocación de mandato”, no eran gritos de un sector manipulado: eran los gritos de un país traicionado por quienes prometieron cuidarlo.

Paradójicamente, el gobierno que se autonombra “del pueblo” fue el primero en atrincherarse contra ese mismo pueblo. Se encerró en Palacio Nacional, rodeado de vallas, como si el verdadero enemigo no fuera la delincuencia organizada, sino la ciudadanía indignada. Y se repitió ese absurdo que ya se volvió manía: si cuestionas al gobierno, eres enemigo del pueblo… aunque tú también seas pueblo.

Pero esta vez algo cambió. Michoacán volvió a encender la chispa —como tantas veces en la historia— y el país respondió: “Uruapan, escucha: México está en la lucha”. Y la lucha, dicho sea con claridad, es contra un Estado que dejó de cumplir su función básica: garantizar seguridad y justicia.

Porque si un estado como Colima, que alguna vez fue llamado la “Suiza de México”, terminó convertido en el territorio más violento del mundo por tasa de homicidios, ¿qué podemos esperar del resto del país? Los mexicanos estamos atrapados entre el fuego directo del crimen organizado y la pasividad —cuando no complicidad— de los gobiernos. Vivimos en un país donde el monopolio de la fuerza no está en manos del Estado, sino de los cárteles, mientras el poder político mira hacia otro lado y repite mantras ideológicos que ya nadie se toma en serio.

La manifestación del sábado fue mayoritariamente pacífica. Familias, trabajadores, estudiantes, ciudadanos comunes llenaron las plazas del país. Sí, hubo grupos violentos en el Zócalo; sí, hubo enfrentamientos. Pero sería intelectualmente deshonesto —y políticamente perverso— reducir todo el movimiento a esos incidentes. Porque lo que se vio en redes, en transmisiones ciudadanas y en medios independientes fue otra cosa: una multitud organizada, auténtica, molesta y, sobre todo, decidida a dejar de callar.

El discurso oficial se empeñará en lo contrario. Dirán que fueron pocos, que no eran jóvenes, que eran bots, que todo es culpa de Salinas Pliego o de la derecha o de Atlas Network o de algún villano inventado con tal de no aceptar la verdad que tienen frente a ellos: México despertó.

La 4T tardó siete años en agotar la paciencia de un país entero. Siete años de mentiras, de corrupción familiar expuesta, de enriquecimientos inexplicables, de tráfico de influencias, de omisiones criminales, de abandono institucional y de un deterioro en seguridad y salud que ya no se puede ocultar con conferencias mañaneras ni con propaganda pagada.

Claudia Sheinbaum no es López Obrador, y la ficción del adversario eterno ya no le funciona. Está atrapada entre defender el legado del hombre que la llevó al poder y ocultar las pruebas de corrupción, negligencia y complicidad que brotan todos los días como una fuga interminable.

El asesinato de Carlos Manzo no sólo derramó un vaso. Derramó un país entero. Ese sábado vimos algo parecido a un grito nacional. Y aunque sabemos que la violencia no es el camino, sería igual de irresponsable no reconocer la impotencia, el dolor y la rabia legítima de un pueblo que ya no sabe dónde refugiarse.

Lo que el régimen aún no alcanza a entender es que no puede gobernar eternamente contra la realidad. El país ya les dio la espalda. Y frente a eso no hay discurso ni informe técnico capaz de revertirlo.

México habló. Y lo que dijo fue claro: Se acabó el miedo. Se acabó la paciencia. Se acabó la mentira. Lo que viene dependerá de si el gobierno decide escuchar… o si prefiere seguir encerrado detrás de sus vallas.