LOS LABUBU Y LA TRIBU THE MONSTERS DE KASING LUNG

ARCA 
Por: Juan Carlos RECINOS

En el universo contemporáneo del arte pop, pocas criaturas han logrado lo que los Labubu y la tribu The Monsters: conjugar la inocencia de los juguetes con la melancolía de la noche, el brillo del plástico con la sombra del miedo infantil, la sonrisa luminosa con la dentadura afilada de aquello que jamás termina de ser domesticado.
Hablar de ellos es hablar de un lenguaje secreto que atraviesa a quienes, desde la niñez, aprendieron a convivir con criaturas invisibles que nos acompañaban en los sueños, en los armarios entreabiertos y en los pasillos oscuros donde el silencio sabía pronunciar nuestro nombre.

La obra de Kasing Lung constituye un punto de inflexión en la historia del art toy precisamente porque rompe con la distinción cómoda entre lo adorable y lo monstruoso. Sus criaturas no nacen para asustar ni para tranquilizar: nacen para recordar. Su aspecto —cabezas grandes, ojos abismales, orejas de eco animal, cuerpos al borde de lo amorfo— parece invitar a una lectura doble: desde lejos son dulces, casi vibrantes; de cerca exhalan la gravedad de un secreto compartido. Esa tensión es la que define a la tribu The Monsters, una familia que no es familia, un linaje que se expande por variaciones infinitas del mismo gesto: el intento de reconciliarse con lo que fuimos y con lo que temimos ser.

Los Labubu, en particular, encarnan una figura liminal. Con su sonrisa dentada y su mirada a la vez tierna y vacía, se presentan como criaturas que podrían haber habitado nuestros cuentos de medianoche. Tienen la energía de un duende travieso, la fragilidad de un niño que no encaja y la astucia de un animal que busca refugio en lo desconocido. Los Labubu son espejos: cada coleccionista, cada espectador, ve en ellos una versión miniaturizada de sus propios fantasmas.

Pero la fuerza de The Monsters no radica solo en la estética. Se encuentra, sobre todo, en la metafísica del afecto que han construido. Son objetos que condensan un sentimiento generacional: la idea de que la infancia fue breve, de que el mundo se afinó demasiado pronto, de que lo monstruoso no era algo que venía de afuera, sino algo que nacía en las pequeñas grietas de nuestra cotidianeidad. Cada figura, por mínima que sea, contiene una pulsación emocional que excede el gesto lúdico. Son criaturas que “contienen memoria”, aun cuando su diseño es mínimo y su material sea un vinilo impecable.

La tribu The Monsters funciona como un panteón portátil. No es casual que sus variantes incluyan seres marinos, fantasmas, animales híbridos, dioses de temporada, ángeles caídos, ninjas, hadas, criaturas del bosque. Su universo es, en realidad, una cartografía emocional: una topografía de miedo, nostalgia, deseo y juego. En ese sentido, Kasing Lung opera como un demiurgo discreto; no impone un relato, sino que deja grietas para que cada persona pueda reconstruir su propio mito. Pocos objetos contemporáneos permiten un nivel tan alto de identificación simbólica sin depender de una narrativa explícita.

Otro aspecto fascinante es la manera en que los Labubu se insertan en la lógica actual del ritual coleccionista. Las ediciones limitadas, las colas interminables, la sensación de haber encontrado un tesoro, el misterio de las blind boxes, todo ello refuerza la noción de que cada figura no solo es un objeto, sino un acontecimiento. Cada Labubu abre una pequeña fisura en el tiempo: uno recuerda dónde lo consiguió, qué día era, qué buscaba en ese momento, qué emoción lo atravesó al abrir la caja. Los objetos se vuelven autobiografía. La tribu se vuelve una forma de narrarse a uno mismo.

Sin embargo, reducir todo esto a una simple estrategia comercial sería inapropiado. Lo que ha provocado el fenómeno es la manera en que estos monstruos reconfiguran la relación entre fragilidad y deseo. En tiempos donde la ansiedad es norma y la vulnerabilidad se oculta detrás de pantallas, estas criaturas exponen, sin pudor, la belleza de lo roto. No pretenden ser perfectas, ni heroicas, ni amables. Su forma torpe y brillante dice: soy extraño, pero existo; soy pequeño, pero resisto; soy un monstruo, pero también fui niño.

Los Labubu, en su multiplicidad de variantes, conforman una narrativa silenciosa sobre la supervivencia emocional. Sus ojos enormes no juzgan: observan. Sus dientes afilados no muerden: advierten. Sus cuerpos diminutos no huyen: esperan. Son criaturas domésticas del inconsciente, guardianes mínimos de un mundo que, aunque ya no es nuestro, continúa acompañándonos. Hablar de la tribu The Monsters es, en última instancia, hablar de una estética que reencanta la oscuridad. No la elimina; la transfigura. En lugar de enfrentar el miedo, lo miniaturiza, lo acaricia, le da un nombre. Y en esa operación sencilla —darle una forma manejable a aquello que nos abruma— reside su poesía más intensa.

Kasing Lung no creó juguetes: creó amuletos emocionales. Pequeñas islas de luz sucia donde se puede respirar. Monstruos que no nos persiguen, sino que nos acompañan. Figuras que nos recuerdan que lo extraño es, muchas veces, la parte más íntima de lo humano. Quizá por eso los Labubu siguen creciendo en el imaginario global: porque todos, alguna vez, fuimos parte de esa tribu. Y, aunque crezcamos, una parte de nosotros continúa buscándolos como quien busca su propio reflejo en la noche.

En el fondo de cada Labubu hay un rito que aún no sabemos nombrar. No es un rito religioso, ni estético, ni siquiera sentimental: es un ritual de reconocimiento, una ceremonia diminuta en la que algo dentro de nosotros saluda a lo que creíamos perdido. La tribu The Monsters no está hecha solo de formas: está hecha de ecos, de murmullos que vienen de ese territorio que la adultez intenta silenciar. Los Labubu funcionan como guardianes de un archivo emocional. Cada uno carga una memoria que no le pertenece, pero que adopta como destino. Por eso, cuando una persona sostiene uno, siente que ha encontrado algo más que un objeto: siente que ha recuperado una pieza de sí mismo. No hay otra explicación convincente para el magnetismo que generan estas criaturas, más allá de esta: el Labubu se ofrece como puente, como mediador silencioso entre lo que fuimos y lo que somos incapaces de reconocer en nosotros.

La tribu The Monsters opera entonces como una comunidad subterránea, un linaje disperso que solo se hace visible cuando alguien lo mira con la mirada correcta. Porque así como los Labubu tienen ojos enormes, ellos exigen que quien los contemple también abra los suyos. No basta observarlos: hay que verlos. Y al verlos, uno entiende que no son el producto de una moda ni la consecuencia de un mercado inflado: son, en esencia, una mitología contemporánea en miniatura, una manera de decir que la imaginación infantil sigue respirando incluso en los cuerpos cansados de la vida adulta.

Kasing Lung no diseña criaturas: escribe en silencio. Escribe mediante curvas, texturas, proporciones imposibles. Cada variante —desde los Labubu marinos hasta los angélicos, desde los sombríos hasta los festivos— deja una pista sobre el origen común de la tribu: un origen que no es geográfico ni histórico, sino emocional. The Monsters nacen del desajuste, del temblor, de la sensación de estar fuera del mundo sin abandonarlo. Son criaturas liminares porque representan esa zona intermedia donde se gesta la sensibilidad: el borde donde se gestan los sueños, pero también las pesadillas.

En este sentido, los Labubu operan como símbolos de resistencia emocional. No se someten a la coherencia del mundo adulto, ni a la lógica del consumo frío. Su encanto radica en que parecen frágiles y terribles a la vez. Esa combinación encarna la metáfora más pura de la vida contemporánea: no somos héroes ni víctimas, somos criaturas que avanzan con una sonrisa dentada mientras esconden un pequeño temblor en los dedos.

La proliferación de Labubu en colecciones privadas, vitrinas, cuartos iluminados por leds o estantes improvisados habla de algo más grande que una moda. Habla de un anhelo colectivo: el deseo de volver a creer en aquello que parecía perdido. No en la fantasía ingenua, sino en la fantasía lúcida; esa que sabe que lo hermoso y lo inquietante pueden convivir sin contradicción. Esa que reconoce que el miedo es una forma deformada del amor, y que la monstruosidad puede ser un refugio.

Los Labubu nos recuerdan que no somos lineales, que no somos estables, que no somos definitivos. Nos recuerdan que cada uno de nosotros también es una criatura híbrida: mitad ternura, mitad sombra; mitad ingenuidad, mitad cicatriz. Por eso, cuando los miramos fijamente, algo en ellos parece devolvernos la mirada con un entendimiento antiguo, como si supieran algo que ya habíamos olvidado.

La tribu The Monsters, entonces, no es solo una colección de seres. Es una cosmología portátil, un lenguaje para nombrar lo que nos duele sin herirnos, para hablar de lo que amamos sin que nos tiemble la voz. Son los vigilantes del hueco íntimo donde todavía somos capaces de maravillarnos. Y quizás por eso su presencia es tan poderosa: porque en un mundo que se mueve con prisa, donde la luz es demasiado artificial y la oscuridad está demasiado llena de ruido, los Labubu aparecen como destellos de una poesía salvaje, de una ternura que no renuncia a sus colmillos, de una belleza que acepta la herida como parte de su forma.

La tribu no está completa. Y, sin embargo, cada figura es un mundo. Cada Labubu es un mito. Cada mirada, un espacio para respirar. Quizá, al final, toda esta tribu —los Labubu, los seres anfibios, los espirituales, los festivos, los melancólicos— no se reúnen en los estantes ni en las colecciones, ni siquiera en las fotografías que circulan como reliquias digitales. Se reúnen en un lugar mucho más íntimo: en la grieta donde la infancia nos habla todavía. Allí, en ese espacio que no tiene nombre pero sí memoria, los Labubu se acomodan como si siempre hubieran vivido dentro de nosotros. Se instalan en la zona tibia entre el miedo y la ternura, en el leve temblor que produce reconocer que seguimos siendo vulnerables, que seguimos extraviados, que seguimos necesitando un amuleto contra la noche. No un amuleto perfecto, sino uno con colmillos; uno que no promete protección total, pero que promete acompañarnos incluso cuando el mundo nos quede demasiado grande. Es eso lo que hace de The Monsters una comunidad tan poderosa: no son criaturas que vienen de afuera; somos nosotros quienes regresamos a ellas. Regresamos buscando una versión de nosotros mismos que no ha sido derrotada por el ruido, por la prisa, por el desencanto. Regresamos porque, en su pequeñez luminosa, hay una especie de verdad que no hemos aprendido a formular. Una verdad que dice: lo extraño también es hogar; lo raro también es familia; lo monstruoso también descansa.

Los Labubu, en su sonrisa que combina afecto y amenaza, nos recuerdan que no hace falta extirpar la sombra para seguir adelante. Basta con aprender a convivir con ella. Basta con darle una forma que podamos sostener entre las manos. Y es entonces cuando comprendemos que estos seres, moldeados con una precisión casi ritual, nos ofrecen una lección sencilla y profunda: todo aquello que temimos en la oscuridad puede volverse compañero si lo miramos con suficiente paciencia.

El fenómeno coleccionista, las variantes limitadas, la euforia del hallazgo, todo eso es apenas la superficie. Lo esencial está en el acto silencioso de tomar a un Labubu, mirarlo a los ojos vacíos y entender que ese vacío no es terror, sino espejo. Porque en él vemos, no lo que la criatura es, sino lo que nosotros fuimos, lo que seguimos siendo, lo que tememos dejar de ser. Así, la tribu The Monsters se revela como una constelación íntima: un mapa diminuto que nos guía hacia la parte más secreta de nuestra humanidad. Nos recuerda que lo frágil puede ser feroz, que lo monstruoso puede ser tierno, que lo pequeño puede contener todo un universo.

En un mundo que insiste en rompernos, estas criaturas —incansables, afiladas, radiantes— cumplen la función más antigua de los mitos: convertir la herida en un refugio. Por eso los Labubu no se extinguen: se multiplican. Por eso no se olvidan: regresan. Y por eso, cuando el día termine y la luz se apague, no estaremos solos. Un pequeño monstruo, de ojos inmensos y sonrisa peligrosa, seguirá velando por nosotros desde la sombra, recordándonos que, incluso allí, aún somos capaces de sentir belleza. Porque en el fondo, todos pertenecemos a esa tribu. Y ella nunca deja atrás a ninguno de los suyos.