UNA POCA DE GRACIA
Por: Carlos Alberto PÉREZ AGUILAR
El número de niñas, niños y adolescentes que viven en orfandad en México es alarmante. Las ausencias duelen, no se olvidan y, como sociedad, debemos mirar este tema de frente si aspiramos a un futuro mejor, no solo para nosotros, sino para ellos, quienes hoy viven una infancia que debemos evitar que se fracture.
Desde 2022, tras la pandemia, se estimó que cerca de 131 mil menores quedaron sin padres a causa del Covid-19. Un año después se reportó un dato aún más preocupante: 159 mil niñas, niños y adolescentes viven sin alguno de sus padres debido a la crisis de personas desaparecidas en el país. A esto se suman otros datos duros como los 30 mil menores que perdieron a sus progenitores por causas relacionadas con el narcotráfico, así como las y los infantes que crecen en hogares afectados por las adicciones, cuya cifra es incalculable.
De acuerdo con el último reporte de la Christian Alliance for Orphans y UNICEF, en 2025 México cuenta con 1.7 millones de huérfanos. La mayoría de los casos están vinculados a la salud, la pobreza o la migración, aunque crece de forma preocupante la cifra relacionada con la criminalidad. Son niñas, niños y adolescentes que, aun sin los moldes tradicionales de una familia, merecen un hogar u, al menos, conservar la esperanza de un futuro mejor.
Si la violencia continúa, la cifra podría alcanzar los dos millones en uno o dos años. No hay señales de que este indicador se revierta, ni de que existan políticas efectivas para reconstruir familias, crear más albergues o fomentar la adopción de manera oportuna.
Los asesinatos en las calles dejan víctimas colaterales, las principales son las hijas e hijos que pierden a sus padres en esas batallas que siembran dolor, ausencia e incertidumbre. Cuando esas heridas no se atienden profesionalmente, pueden arraigarse de por vida, afectando el futuro de cada persona.
Las escenas de homicidios se repiten: hombres y, cada vez más, mujeres. Los medios informan con frecuencia sobre el asesinato de políticos, servidores públicos, policías, delincuentes, consumidores de drogas o personas que, simplemente por estar en el lugar equivocado, terminan con un balazo y una etiqueta de “vinculación” que rara vez se aclara.
Padres o madres que no regresan a casa dejan infancias llenas de preguntas sin respuesta. Sin importar el bando, no llegar al hogar es algo que no tiene vuelta atrás.
¿Cómo se le dice a un hijo que su padre o su madre ha sido asesinado? ¿Se le dice? En México, pareciera que la muerte se asume como un riesgo cotidiano, y que después de la vida queda la historia adornada de heroísmo, contada a conveniencia de quien la escuche.
El sentido de cualquier lucha se pierde con la muerte. Quienes realmente sufren son los que lloran frente al ataúd, no los difuntos. La ausencia tiene nombre: orfandad. Es un dolor que se encarna más y por más tiempo que un disparo fulminante.
Dejemos de juzgar y actuemos. Usted y yo no podemos cambiar la realidad por simple voluntad, pero sí podemos pensar dos veces lo que hacemos y, desde nuestra trinchera, construir una mejor sociedad. Las niñas y los niños no merecen vivir tragedias que jamás comprenderán, aunque tal vez aprendan a sobrellevarlas a su manera. Lo que sí merecen es un entorno más humano.
Pienso en tantos huérfanos producto de esta descomunal ola de violencia que azota a nuestro país y a nuestro estado desde hace más de una década. Hay una generación entera que está marcada por el dolor de las preguntas sin respuesta y de las ausencias. Esa generación, sin un padre o sin una madre, pronto será adulta. Pensemos en cómo podemos ayudarla.
Si usted puede, le invito a apoyar alguna casa de asistencia infantil, visitar un orfanato o convertirse en padrino, donador, maestro, médico voluntario o, simplemente, ofrecer su tiempo. En su colonia, quizá haya niñas y niños que necesitan acompañamiento; podría ser su entrenador de futbol, de ajedrez o del club de tareas del barrio.
Si usted se considera alguien capaz de aportar algo positivo a la niñez, le digo esto: si no guiamos nosotros, la vida tampoco lo hará del modo correcto. Al final, quienes formarán a los niños sin familia serán el contexto, el entorno y las circunstancias en las que crezcan, lo cual, en muchos lugares, es poco alentador.
Del gobierno, lo digo con franqueza y respeto: sé que hay personas buenas que cuidan a la niñez y hacen lo posible con los recursos que tienen. Confío en las y los servidores que trabajan en los CAS, albergues y orfanatos con vocación, paciencia y amor. Su labor es un milagro que merece ser reconocido y por el que vale la pena orar cada día, para que quienes los dirigen actúen con sensibilidad y no vean este tema como una estadística más.
Cumplir con lo que le corresponde al gobierno implica priorizar la recomposición familiar a través del acompañamiento institucional, establecer un marco efectivo de seguimiento para las familias sustitutas, crear una legislación más sólida en materia de adopciones y facilitar la convivencia e integración social de niñas y niños fuera de los centros de resguardo y protección. Todo ello sería más que suficiente, siempre que se haga con el corazón y no como una tarea burocrática más.
Lo digo porque alguna vez lo viví, y ha sido lo mejor que he hecho en mi vida. Si usted siente que puede, o incluso si no encuentra un motivo para seguir adelante, búsquelo en un niño o una niña. La niñez no es culpable de lo que vivimos como sociedad, y está en nuestras manos orientarla. Dese la oportunidad de guiar, abrazar y amar a un niño o niña, aunque no sea de su sangre; quizá incluso logre completar el complejo proceso de adopción.
Aunque el tema de la orfandad está a la vista, en infancias que viven en situación de calle, en entornos de riesgo o en familias compuestas que asumen los cuidados tras una tragedia, abrir los ojos es una oportunidad, y para ello vale la pena recordar una cita del maestro Carlos Monsiváis que escuché recientemente: “La solidaridad no es un gesto de buena voluntad, sino una forma de inteligencia colectiva. En medio del desastre, los mexicanos aprenden a reconocerse en los otros, a saberse parte de una comunidad que, pese a todo, no se rinde. La tragedia no nos vuelve héroes, nos vuelve conscientes.”.
Tal vez, como lo afirmó Monsiváis en sus “Crónicas de la sociedad que se organiza”, debamos hacernos conscientes de que estamos viviendo una tragedia social, aunque esa vez en el contexto del sismo de 1985, el mensaje se puede adaptar al contexto del terremoto de la inseguridad y la orfandad actual. En el fondo, los hijos huérfanos, tanto de un lado u otro viven la misma condena y, también, por decir algo más, pero no menos importante, no debemos olvidar que, al final, todos somos mexicanos que tenemos derecho a vivir en paz y con oportunidades.
Quizá no podamos cambiar el mundo entero, tampoco a lo que pasa en nuestro país, pero sí podemos empezar con hacer algo por el pequeño mundo de un niño, una niña o un adolescente sin padres. Y cuando eso ocurre, créame, el futuro ya empezó a ser mejor para ellas, ellos y también para nosotros.




















