Lo peor de ser enemigo de Estados Unidos, es ser su amigo

Frases de oro

Por Jorge Arturo OROZCO SANMIGUEL

Hay guerras que no hacen ruido, que no dejan cráteres ni cuerpos en las calles, pero que son igual de destructivas. Actualmente México está siendo objeto de una ofensiva política, mediática y diplomática encabezada por un gobierno imperialista, con la complicidad abierta de la derecha mexicana. Y el pretexto favorito, de nuevo, es el narcotráfico. Pero detrás de esa bandera moralista, (que tantas veces ha servido para justificar invasiones, bloqueos y golpes blandos en toda América Latina) lo que hay es un intento por recuperar el poder que han perdido sobre nuestro país.

Durante décadas, Estados Unidos mantuvo una relación de dominio casi absoluto sobre las decisiones estratégicas de México. Gobiernos Federales y Estatales se doblegaron, firmaron tratados lesivos, regalaron concesiones, permitieron que agentes extranjeros operaran como si fueran autoridad local, todo con tal de tener una palmadita en la espalda desde Washington. La llamada «cooperación en seguridad» fue, en muchos casos, una excusa para mantener el control de zonas clave del país: aduanas, puertos, infraestructura energética y cuerpos policiacos.

Pero eso comenzó a cambiar. Con la llegada de Claudia Sheinbaum a la presidencia, la decisión de poner a la Guardia Nacional al frente de aduanas y puertos fue, en términos prácticos, un golpe directo a esas redes de influencia. Con ello, México empezó a recuperar el control de su territorio. A eso hay que sumar la revisión de contratos, la nacionalización del litio, el fortalecimiento de PEMEX y CFE, y la negativa a seguir firmando acuerdos de subordinación bajo el disfraz del T-MEC o de supuestas “agendas verdes”. México empezó a decir que no. Y eso, para Estados Unidos, es inaceptable.

La respuesta ha sido inmediata y predecible: una campaña sistemática de desprestigio. Desde medios estadounidenses, (como el New York Times, el Wall Street Journal y CNN) hasta sus repetidoras mexicanas, todos han salido a repetir una narrativa que suena más a instrucción que a análisis: “México está tomado por el narco”, “el gobierno es cómplice”, “no hay estrategia de seguridad”, “la violencia se ha desbordado”. El discurso no busca informar, sino deslegitimar. Y cuando esa campaña mediática no es suficiente, entran los voceros de la derecha: opinadores, excandidatos, legisladores, todos acusando, alarmando, sentenciando, con una rapidez que solo se explica por la consigna compartida.

La estrategia es clara: desgastar al gobierno actual, minar la confianza en las instituciones propias, y justificar una posible intervención o injerencia directa. ¿El objetivo? Que México regrese al redil. Que vuelva a ser ese socio obediente que no cuestiona, que firma sin leer, que entrega sus recursos y su soberanía a cambio de estabilidad financiera, (para unas y unos cuantos) y aplausos en la OEA. Quieren que México vuelva a ser patio trasero.

Por eso no es casual que ahora se escuche en ciertos círculos la idea de que Estados Unidos debería “colaborar más activamente” en nuestras aduanas. Lo que están pidiendo, en realidad, es volver a meter a sus agentes en puntos estratégicos del país, decidir qué entra, qué sale, y bajo qué condiciones. Es un intento de neocolonialismo disfrazado de cooperación. Y no es nuevo: lo han hecho en Colombia, Panamá, Haití, Venezuela, y más etcéteras. La diferencia es que hoy México no se está dejando.

Y cuando no se pueden imponer por la fuerza, recurren a la amenaza. La insinuación de que, si México no coopera como ellos quieren, se convertirá en “enemigo de Estados Unidos” no es nueva. Pero debemos tenerlo claro: lo peor que puede pasarle a un país no es ser enemigo de EE. UU; lo peor es ser su amigo.

Ser “amigo” de Estados Unidos, en los términos que ellos entienden la amistad, significa subordinarse. Significa aceptar las reglas que ellos imponen, aunque nos perjudiquen. Ceder soberanía a cambio de préstamos, armas, tratados comerciales desiguales o simples promesas de apoyo. Ser su amigo significa callar mientras nos saquean, mientras imponen presidentes en otros países, y desestabilizan gobiernos legítimos. Significa traicionar al pueblo para complacer al imperio.

Los partidos de derecha en México han sido, históricamente, los grandes promotores de esa relación enfermiza. No les importa la soberanía ni la justicia social; les importa el negocio. Y si ese negocio implica entregarles el país a los intereses de Washington, lo hacen sin pestañear. Hoy, frente al avance de un proyecto soberanista, de corte nacional y popular, la derecha mexicana ve peligrar sus privilegios. Por eso clama por la intervención extranjera. Porque no creen en la autodeterminación. Porque no confían en el pueblo, y están formados para obedecer, no para gobernar con dignidad.

Y, aun así, a pesar de la presión, del golpeteo mediático, las amenazas veladas y las campañas de difamación, México resiste. Y no por orgullo vacío, sino por convicción histórica. Porque sabemos que cada vez que cedemos a las imposiciones del norte, pagamos el precio con sangre, pobreza y despojo. Porque hemos aprendido, con dolor, que la soberanía no se negocia.

No se trata de rechazar todo lo que viene de Estados Unidos. Se trata de reconocer que el respeto entre naciones no nace del sometimiento, sino de la firmeza. Y hoy, ante un contexto internacional convulso, con guerras abiertas y conflictos energéticos en juego, México tiene que decidir de qué lado de la historia quiere estar: del lado de los que resisten, o del lado de los que se arrodillan.
La respuesta parece clara: si para defender nuestra dignidad como país hay que ser “enemigos” de Estados Unidos, que así sea. Porque ser sus amigos, en los términos que ellos imponen, no es una opción: es una condena.