Dislates (Segunda Parte)
Por: Salvador SILVA PADILLA
I
¿Quién no se sentiría tentado a comprar un libro titulado Memorias de un amante sarnoso y que además el autor sea Groucho Marx? Pero aquí no solo es el título atractivo, sino que te atrapa desde las primeras páginas.
Así, el primer marxista de la tendencia Groucho en el prólogo afirma: «Escribí este libro durante las interminables horas que empleé esperando a que mi mujer acabara de vestirse para salir. Si hubiera andado siempre desnuda, nunca habría tenido la oportunidad de escribirlo».
Y en la advertencia, previene para que no se acuda ante la PROFECO:
«De sobra sé que el título de este libro es capcioso, pero lo cierto es que hay mil modos de vender un libro, como los hay de desollar un gato» (y después de referir que la idea de despellejar a un minino era de una de sus tías, a quien llevaron a una clínica después de que pusiera en práctica -exitosamente, vale decirlo- la primera forma de cómo hacerlo…) agrega que «quien quiera que compre este libro habrá de sentirse expoliado si se ha dejado engatusar por el título. Yo bien quisiera haber escrito un buen libro erótico que motivara un escándalo mayúsculo. Es indudable que lo que más excita las apetencias literarias del lector, es saber que el autor ha sido encarcelado por sobreexcitar la libidinosidad de millones de compatriotas. Descartada, pues, la cuestión sexual, vamos a ver de qué otras cuestiones podemos ocuparnos».
II
Otro título que despertó en mí una, por curiosa, no menos devota piedad, es: Del asesinato considerado como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey. (Escrito hace casi dos siglos). Sabemos que los nacidos en la pérfida Albión, al menor pretexto, crean sociedades de todo tipo. Aprovechándose de esto, el autor menciona a una Sociedad de Admiradores del Asesinato. Dicha sociedad secreta -refiere el autor-, no juzga el crimen desde un plano moral, sino puramente estético.
Y para reforzar el tema, De Quincey aclara ante cualquier posible malentedido que «La finalidad última del asesinato, considerada como una de las bellas artes, es purificar el corazón mediante la compasión y el terror. Por lo tanto, no hay nada impropio en asesinar».
Posteriormente, cuando fue acusado de hacer una especie de apología del delito, el buen Thomas, de manera tajante, niega esa calumnia con uno de los argumentos más brillantes que he leído al respecto: «Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente». Y remata de manera contundente: «Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron importancia en su momento».
III
Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson. Ese libro -lo recuerdo- lo compré en la librería EDUCAL de Manzanillo y fue porque su título me encantó. Debo confesar que la obra la leí de un tirón.
Por ejemplo, en el capítulo “El tamaño de la Tierra”, Bryson escribe que “Uno de los peores viajes científicos en la historia es sin duda la expedición a Perú que hizo la Real Academia Francesa de Ciencias”.
El grupo, dirigido por un científico (Pierre Bouguer) y un militar y matemático (Charles Marie de La Condamine) viajó a Perú con el propósito de resolver cuestiones diversas en torno a las dimensiones de nuestro planeta y su circunferencia. “Las cosas empezaron a salir mal desde el principio: al llegar a Quito, Ecuador (donde seguramente hicieron escala antes de arribar a tierras incas), «una multitud armada de piedras y palos corrió a los expedicionarios. Poco después, el médico de la expedición fue asesinado por un malentendido relacionado con una mujer. El botánico se volvió loco». Otros murieron por enfermedades y accidentes. El tercero en autoridad se fugó con una muchacha y ya no quiso saber nada de sus compatriotas. Los líderes -Pierre y Charles Marie- «dejaron de dirigirse las palabras e incluso se negaron a trabajar juntos».
Si lo anterior no fuera suficiente, resulta que los expedicionarios no obtenían el permiso de los funcionarios peruanos de viajar a los Andes, porque surgía la pregunta -más que razonable- de «¿por qué diablos los franceses habían atravesado medio mundo para llegar hasta el Perú, cuando bien podrían haber hecho esos levantamientos en su propio país?».
“La respuesta se halla en parte en el hecho de que los científicos del siglo XVIII y, en particular los franceses, raras veces hacían las cosas de manera sencilla si había a mano una manera complicada». Y en este caso, sin duda, decidieron hacerlo de una manera infinitamente más compleja y peligrosa.
Leído por ahí:
«No voy a dejar de hablarle sólo porque no me esté escuchando. Me gusta escucharme a mí mismo. Es uno de mis mayores placeres. A menudo mantengo largas conversaciones conmigo mismo, y soy tan inteligente que a veces no entiendo ni una palabra de lo que digo».
Oscar Wilde
Oscar Wilde