PARA PENSAR
Por: Carlos M. HERNÁNDEZ SUÁREZ
Si el título de esta nota dijera “Belinda anuncia nuevo novio” o “el América pierde otra final”, seguro la leerían con avidez. Pero no: habla de universidades, y eso basta para espantar al público. Pocos temas generan tanto desinterés como el conocimiento, cuando deja de ser espectáculo.
El desarrollo del mundo se debe, en buena medida, al conocimiento que hemos adquirido sobre cómo funciona la naturaleza. Vacunas, electricidad, barcos, aviones, fertilizantes, autos, computadoras, medicinas, satélites, internet e inteligencia artificial, entre otros, surgen de ese conocimiento.
Pero, ¿de dónde viene ese conocimiento?
Muchos dirán: “de las empresas que los inventan”. Y así repetimos: “Elon Musk es un genio emprendedor porque puede lanzar satélites al espacio”, o “Steve Jobs lo era porque inventó el iPhone”.
Eso es ridículo.
Decir eso es tan insensato como cortar la punta de una manguera y guardarla en el bolsillo porque, al final, por ahí es por donde sale el agua. Todos se olvidan del resto de la manguera —generalmente muy larga— que es la que conduce ese conocimiento.
Esa manguera, en todo el mundo, son las universidades.
Una manguera compuesta por profesores, científicos, estudiantes y administrativos: gente que duerme en los laboratorios y desayuna café. A veces.
Son esos lugares a los que rara vez se les inyecta dinero en serio. Difícilmente encontraremos desarrollos científicos o tecnológicos que no tengan su origen en una universidad, en esos espacios donde cada investigador avanza tal vez poco, pero con ese esfuerzo construye un eslabón de una cadena que sostiene el progreso.
China está haciendo una inversión enorme —incalculable— en sus universidades, y eso rendirá frutos en el mediano plazo.
Cuando España empezó a nadar en el oro y la plata de la Nueva España, ya había cometido el lujo más caro de su historia: expulsar a los judíos. Con ellos se fue buena parte de su talento: banqueros, comerciantes, médicos, artesanos y tejedores con conocimiento técnico y redes internacionales. A España, eso le costó muy caro.
Siglos después, Estados Unidos haría exactamente lo contrario: abrir las puertas a los científicos y técnicos europeos que huían del nazismo. Esa inmigración le dio tal ventaja que terminó la Segunda Guerra Mundial sin una sola bomba en su territorio continental.
Cada vez que un partido político incurre en una falta y es multado, el dinero de la multa se destina a las universidades. Así está legislado. Sí, aunque casi nadie lo sepa.
¿Por qué no destinar también a las universidades el dinero recuperado del huachicol?
Si así fuera, el día de mañana el puerto de Manzanillo no estaría inundado de contenedores chinos, sino de científicos chinos buscando trabajo en nuestro país.
El talento, parece, siempre sabe hacia dónde emigrar. Me atrevo a sugerir una nueva medida del potencial económico de un país: su índice de inmigración de científicos y técnicos.
Ahora mismo le escribo a The Economist.
            
		


















