Las sonrisas del Alzheimer

UNA POCA DE GRACIA
Por: Carlos Alberto PÉREZ AGUILAR

En la Casa del Adulto Mayor La Armonía existen varias comunidades dentro de sí. Están nuestros abuelos deportistas, también los de movilidad limitada; muchos otros que tienen afición por el dominó y el ajedrez, o aquellos con los que hay que ser sumamente precavidos porque, con un estornudo, podemos romper su oración y ganar un pase directo a la excomunión.

Pero hay una comunidad muy especial: nuestras abuelas y abuelos con Alzheimer, que curiosamente son quienes tienen mejor condición física y no paran de caminar. Pero también son ellas y ellos con quienes he vivido los debates y análisis más profundos, sin un punto final.

Se trata de una realidad tan compleja como humana. El Alzheimer es una enfermedad que en México afecta ya a más de un millón de personas y que, según proyecciones del Instituto Nacional de Geriatría, podría triplicarse hacia el 2050. No es una cifra cualquiera: detrás de cada número hay un rostro, una historia, un olvido que también guarda momentos de luz y para los que, difícilmente, como familiares o cuidadores, estamos preparados.

Aquí, entre pasillos y jardines, el tiempo tiene un ritmo variado y los pacientes con Alzheimer imponen su propio compás. Una de mis abuelas, por ejemplo, puede olvidar cada veinte minutos dónde dejó su suéter o qué almorzó, pero jamás ha olvidado que le gusta bailar. Basta con que suene la música para verla levantarse, mover los pies y recuperar, en unos segundos, la certeza de estar viva. En ella confirmo que el cuerpo también guarda memorias que la mente ya no alcanza.

Otra abuelita es distinta. Sus horas suelen teñirse de miedo, como si algo invisible la persiguiera. Sin embargo, cuando nos acercamos, le sonreímos y la abrazamos, se enciende en su rostro una alegría que la transforma. Al principio creía que ella necesitaba de mi abrazo; hoy me doy cuenta de que soy yo quien se siente agradecido de recibir los suyos más de 15 veces al día, como si fuera el primero, una y otra vez. El Alzheimer le quita certezas, pero le regala la capacidad de sonreír después de la tristeza, como si fuera la primera vez.

Otro abuelito, en cambio, mantiene una fuerza admirable. A veces confunde si vive en Colima o en Guadalajara, pero lo que nunca olvida es su ánimo para trabajar. Se ha vuelto nuestro mejor compañero: se acomide con todos a barrer, a limpiar, a organizar. Platicar con él mientras acomoda sillas es escuchar la voz de alguien que, aunque no recuerde todos los detalles de su historia, sí conserva la convicción de ser útil. Y eso le da una dignidad que ninguna enfermedad puede arrebatar.

También está un caso que me alienta todos los días, una historia de amor pura. Se trata de una abuelita que cada tarde espera puntual a su hijo. Ella lo recuerda como un bebé y cada día se sorprende al verlo entrar hecho un hombre adulto. Sonríe como si hubieran pasado décadas esperando el encuentro, lo abraza, lo celebra como si fuera un milagro que se repite sin cansancio. En esa escena diaria entiendo que el amor de una madre nunca se borra: aunque la memoria falle, el corazón guarda su propia agenda.

El Alzheimer no tiene cura todavía. La ciencia avanza, pero lo que hemos descubierto aquí en La Armonía, entre sonrisas y olvidos, es que la mejor medicina es el amor, la paciencia, la presencia constante. Porque esta enfermedad, que borra recuerdos y nombres, nos regala al mismo tiempo una extraña bendición: la posibilidad de volver a empezar todos los días, una y otra vez.

En México, donde cada año se registran miles de nuevos casos, el reto es enorme. Las familias, las instituciones y el sistema de salud enfrentan una montaña que parece crecer. Pero en medio de esa dificultad también hay oportunidades: crear espacios dignos, formar redes de apoyo, reconocer que cuidar no solo es asistir, sino también acompañar con ternura. Y a eso se le tiene que invertir, porque también son personas que requieren atención.

Los riesgos asociados a la pérdida de memoria son muchos. Casos como el abandono de hogares y la indigencia pueden estar ligados; la desaparición de personas que no saben cómo volver a casa es real; accidentes circunstanciales o desgracias en casa, como incendios, caídas, lesiones, daños físicos que empeoran la condición de los pacientes, o tragedias como atropellamientos o lesiones a terceros de manera imprudencial. Recuerdo el caso de un señor que había olvidado cómo ir al sanitario, lo que provocaba en él un riesgo latente de infecciones relacionadas con la insalubridad, que sobrepasa muchas veces todo esfuerzo familiar.

Aquí en La Armonía he podido aprender sobre ello, saber que sí debemos pensar en el tema porque los futuros pacientes podrían ser nuestros abuelos, padres o nosotros mismos. Si damos una vuelta a la realidad podemos darnos cuenta de que esta enfermedad colapsa familias, destruye el entusiasmo, agobia e impacienta a quienes son sus cuidadores. Por ello, contar con unidades de manejo, cuidado y atención debe ser una prioridad.

Yo veo que con Alzheimer también hay vida. Lo veo en cada baile de la abuelita que no deja de sentir la música; en cada sonrisa de quien sabe que la paz de un abrazo es más fuerte que la tristeza del olvido; en cada jornada de trabajo que compartimos con nuestro abuelo que nos ayuda a tener un espacio bello; en cada reencuentro, día a día, de una madre con su hijo. La memoria puede desvanecerse, pero lo que queda —la risa, la música, los abrazos, el amor— es suficiente para recordarnos que la vida se debe celebrar.

Y esa es la esperanza que el Alzheimer nos deja: que, aunque los recuerdos se borren, siempre hay una oportunidad de comenzar de nuevo, siempre hay un abrazo que devuelve la calma, siempre hay una canción que invita a levantarse a bailar. Porque mientras haya amor, el olvido nunca será completo. Y cuando se reconoce un reto, se está dando el primer gran paso para atenderlo.

Si quieres platicar del tema, puedes escribirme a: carlosperez.col@gmail.com o puedes encontrarme en redes sociales como @CarlosPeragui.