La víctima del privilegio

Frases de oro

Por Jorge Arturo OROZCO SANMIGUEL

La economía mexicana ha estado marcada durante décadas por una paradoja: mientras el Estado se proclamaba garante de justicia social, se sostenía al mismo tiempo un sistema de privilegios donde los más poderosos y poderosas esquivaban responsabilidades fiscales sin mayor consecuencia.

La historia reciente está plagada de condonaciones de impuestos, rescates financieros y favores a grandes consorcios que, bajo la retórica de “impulsar el desarrollo”, en realidad reforzaban la dependencia del país hacia un puñado de empresarios. La política y la economía se entrelazan de tal forma que la frontera entre lo público y lo privado se volvió difusa.

Esa contradicción tiene raíces profundas. Desde la apertura neoliberal con el Partido Revolucionario Institucional y el Partido Acción Nacional, los gobiernos mexicanos encontraron en los empresarios no solo aliados económicos, sino asesores y, en algunos casos, auténticos operadores de decisiones públicas. La lógica de “socializar pérdidas y privatizar ganancias” se volvió parte de la cultura institucional, (un ejemplo muy conocido: el FOBAPROA). Con ello nació una élite empresarial que aprendió a moverse como poder paralelo, con voz y voto en asuntos de Estado.

En ese terreno aparece la figura de Ricardo Salinas Pliego. Dueño de TV Azteca y Elektra. (y más) Su nombre no es solo el de un empresario con negocios exitosos, sino el de alguien que representa la síntesis de esa cultura de privilegios. No es casual que durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador intentara llegar al lugar de asesor empresarial, primero desde la campaña y luego en los inicios del mandato. Su propuesta era clara: que el país absorbiera deudas derivadas de litigios con empresas internacionales. La respuesta de López Obrador también fue clara: “cada empresa debe hacerse responsable de sus impuestos”.

Fue un giro simbólico: por primera vez en mucho tiempo, se le decía a la élite económica que el Estado no estaba dispuesto a cargar con sus cuentas. A partir de ahí se desató la confrontación. La deuda de Salinas Pliego, 74 mil millones de pesos actualmente, según recordó Claudia Sheinbaum en una de sus conferencias, se convirtió en un campo de batalla. El empresario pudo asumir su responsabilidad y cerrar el tema; en cambio, eligió el camino de la confrontación, victimización y la inversión en campañas “sociales” y mediáticas para debilitar al poder gobernante.

El episodio exhibe una tensión fundamental entre el lenguaje jurídico y político. Salinas intentó llevar su pleito a tribunales de Estados Unidos, buscando un amparo imposible. Fue advertido: un empresario no puede demandar a un presidente o presidenta extranjera por asuntos privados sin poner en riesgo la relación bilateral. No se trataba de un error técnico, sino de una confusión más profunda: creer que “poder decir” equivale a “poder hacer”. En política, el discurso es performativo, pero solo cuando se sostiene en hechos verificables. Mostrar papeles y demandas es fácil; convertirlos en realidad es otra historia. Como diría Austin, “los actos de habla fracasan cuando carecen de las condiciones necesarias para su cumplimiento”

Mientras tanto, el empresario gasta más en resistir que en cumplir. Como me decía alguna vez Don Miguel Carreón Ortiz, un gran empresario y trabajador incansable del centro de Manzanillo: “Tanto problema que has logrado; ya hubieras acabado si hubieras hecho lo que realmente tenías que hacer”. Tras más de siete años de litigios, campañas mediáticas, financiamiento a movimientos opositores como FRENA o la Marea Rosa, lo cierto es que Salinas probablemente ha gastado más dinero en estrategias para evadir su deuda que en liquidarla. En otras palabras, “le ha salido más caro el caldo que las albóndigas”

Aquí entra la dimensión del asunto. Étienne de La Boétie, en su “Discurso de la servidumbre voluntaria”, planteaba que los tiranos sólo existen porque los pueblos aceptan servirles. La ironía en el caso de Salinas es que, al tratar de erigirse como un “resistente” frente al Estado, termina encadenado a la lógica de su propia deuda. No es un símbolo de libertad empresarial, sino un ejemplo de servidumbre voluntaria: prisionero de su obsesión por no ceder, termina subordinado a una lucha interminable.

El peligro es que este tipo de batallas no se libra solo en tribunales, sino también en el campo simbólico. Salinas Pliego posee medios de comunicación que no funcionan como observadores imparciales, sino como brazos discursivos de su agenda. TV Azteca, a diferencia del pragmatismo de Televisa que ha sabido acomodarse con todos los gobiernos, ha optado por un perfil confrontativo. Cada editorial, cada tuit, cada analista que lo defiende, son extensiones de su pluma y tinta. El relato de persecución se repite hasta volverse parte del sentido común de ciertos sectores de la población.

El fenómeno no es exclusivo de México. Silvio Berlusconi en Italia construyó su poder político a partir de su imperio mediático. Donald Trump en Estados Unidos convirtió su figura empresarial en espectáculo televisivo antes de transformarla en capital electoral. En ambos casos, la narrativa de victimización jugó un papel clave: el “outsider” perseguido que, al ser atacado por el sistema, se presenta como su auténtico rival. Salinas parece seguir la misma ruta: primero construir el papel de “empresario perseguido” y después proyectarse como actor electoral, ya sea directamente o mediante candidatos afines.

Las preguntas que surgen son ineludibles: ¿qué lugar deben ocupar las y los empresarios en una democracia? ¿Son ciudadanas o ciudadanos que, como cualquier otro u otra, deben cumplir sus obligaciones fiscales, o constituyen poderes fácticos con reglas distintas? La Cuarta Transformación, con todas sus contradicciones, optó por un principio de igualdad: que cada quien pague lo que le corresponde. Y esa decisión golpeó el corazón de un sistema que había naturalizado la excepción como norma.

Por eso, la deuda de 74 mil millones no es un asunto privado. Se ha vuelto un símbolo de la disputa entre dos proyectos de nación: uno que apuesta por la institucionalidad, aunque con tropiezos, y otro que busca reinstalar el viejo pacto de privilegios. En esa lucha, Salinas Pliego no aparece como innovador ni como empresario visionario, sino como una figura anclada en la nostalgia de la impunidad.

El desenlace aún está por escribirse. Puede seguir estirando el conflicto, financiando oposiciones, llenando noticieros de relatos victimistas. Puede incluso, como lo han hecho otros magnates en el mundo, intentar convertirse en candidato. Pero lo que no puede hacer es escapar del espejo que ya lo exhibe: un hombre que ha gastado más en defender su privilegio que en cumplir con su deber.

La moraleja es tan simple como brutal: después de todo este tiempo, el caldo ya salió más caro que las albóndigas. Y en ese espejo roto que hoy sostiene Salinas Pliego, no se refleja únicamente su rostro, sino también la pregunta pendiente de México: ¿queremos un país donde la ley sea un punto de partida común, o uno donde los más poderosos sigan dictando sus propias reglas?