La utopía comunista y la advertencia de Dostoyevski

APUNTES PARA EL FUTURO
Por: Essaú LOPVI

En estos tiempos (2025) donde las promesas de redención social resurgen bajo distintas formas y figuras políticas, conviene volver la mirada hacia los grandes pensadores que ya desenmascararon, hace más de un siglo, las trampas del utopismo ideológico.

Uno de ellos fue Fiódor Dostoyevski, quien en su obra Notas del subsuelo o Memorias del Subsuelo lanzó una crítica implacable contra los fundamentos morales y antropológicos del comunismo. No lo hizo desde la economía ni la política, sino desde lo más profundo de la condición humana.

Karl Marx soñó con una sociedad sin clases, sin propiedad privada, sin conflicto social. Un paraíso terrenal donde el sufrimiento sería abolido y el hombre alcanzaría su plenitud por medio de la abundancia material y la igualdad. Esa visión, en apariencia noble, sedujo a millones. ¿Quién no querría vivir en un mundo donde nadie pasa hambre, donde el dolor ha sido desterrado y la historia termina en armonía?

Pero Dostoyevski, conocedor del alma humana, anticipó el fracaso inevitable de esa quimera. A través de su “hombre del subsuelo”, un personaje tan lúcido como amargado y negativo, mostró que el ser humano no se deja domesticar por la lógica de la comodidad ni por la ingeniería social. Por el contrario, incluso en un mundo colmado de bienes y placeres, el hombre —por su libertad radical— es capaz de destruirlo todo, solo para probar que sigue siendo libre.

El comunismo parte de una falacia peligrosa: que el hombre es una criatura mecánica, movida únicamente por sus necesidades materiales. Que, una vez satisfechas, vivirá en paz. Dostoyevski responde con una verdad brutal: el hombre no es una tecla de piano. No puede reducirse a engranaje de una maquinaria perfecta. Su esencia está en la libertad, en la contradicción, en el dolor que forma carácter, en la lucha por algo más grande que él.

No es casual que los regímenes comunistas hayan terminado derivando en formas de represión y control brutal, prácticamente en sistemas totalitarios. Para imponer una utopía irrealizable, debieron primero aplastar aquello que más define al ser humano: su individualidad, su fe, su derecho al error y a la diferencia. Porque en el mundo perfecto del comunismo, el disidente no solo es incómodo, es herético. Y para mantener el paraíso, no queda más remedio que imponerlo por la fuerza.

Dostoyevski entendió que el dolor y la imperfección no son fallas del sistema, sino partes esenciales de la experiencia humana. Que amar es sufrir, pero que también es la única vía para redimir ese sufrimiento. Por eso su mensaje sigue vigente: una sociedad que promete eliminar el dolor a toda costa, terminará eliminando también lo que nos hace humanos.

Hoy, mientras algunos todavía sueñan con revoluciones redentoras y sistemas que prometen justicia total, conviene recordar aquella advertencia. El infierno, decía otro sabio, está empedrado de buenas intenciones. Y el comunismo, con su promesa de paraíso, ha mostrado —históricamente— una y otra vez su rostro verdadero: el del totalitarismo, la miseria moral y la negación del alma.

Dostoyevski nos invita a algo más difícil, pero más digno: no huir del dolor, sino enfrentarlo con amor. No soñar con una utopía irreal, sino construir sentido en medio de lo imperfecto. Porque solo allí, en la fragilidad aceptada con coraje, puede florecer la verdadera grandeza.

Esto debería ser una advertencia urgente para nuestra región (Hispanoamérica). En su nombre, el comunismo ha prometido liberar a varios países hermanos, pero ha terminado construyendo cárceles ideológicas donde el disenso se castiga, la historia se manipula y el individuo se disuelve en una masa obediente.

La realidad hispanoamericana demuestra que cada intento de imponer una utopía desemboca en nuevas formas de esclavitud, pobreza y precariedad intelectual. La Venezuela chavista, que prometía dignidad y soberanía, hoy exporta millones de migrantes que huyen del hambre y el autoritarismo. ¿Cuántas veces más debemos tropezar con la misma piedra?

O podemos hablar de Cuba donde el libre pensamiento es reprimido con cárcel y que decir de Argentina que tras años de una búsqueda incesante de las mieles del socialismo llegó a niveles insospechados de pobreza y atraso. Ahora vemos señales primarias de esto en México, pero la masa aún no quiere ver.

Dostoyevski entendió algo esencial: el dolor no es un error a eliminar, sino parte constitutiva de la condición humana. Solo a través del sufrimiento libremente asumido, del amor y del sacrificio, puede el hombre alcanzar su verdadera estatura moral. Por eso, su crítica al comunismo no es solo política: es espiritual.

En tiempos donde los populismos de izquierda reciclan discursos de igualdad y resentimiento, urge recuperar esta advertencia. No para resignarse a la injusticia, sino para entender que el paraíso en la Tierra prometido por los ideólogos no solo es irrealizable: es peligroso. Porque cuando se intenta imponer por la fuerza, destruye todo lo que toca: la economía, la cultura, la libertad… y al propio ser humano.

Una sociedad sana no se construye eliminando el sufrimiento, sino dando sentido a la vida a través de la verdad, la libertad y el amor. Eso nos enseñó Dostoyevski. Y su mensaje, lejos de pertenecer al pasado, es hoy más urgente que nunca.