La moda de las «experiencias»

UNA POCA DE GRACIA
Por: Carlos Alberto PÉREZ AGUILAR

Construir satisfacción es cada vez más complejo. Lo que antes era ir a un parque y acostarse en el pasto para tomar una siesta, hace unos días vi, en una plataforma, que tenía un nombre: «taller vivencial de siesta conciente al aire libre».

Sigo pensando que es una broma tratar de ponerle nombre a todo, o que haya alguien, en su sano juicio, que esté dispuesto a pagar por un acompañante o guía, para una actividad tan común aunque, muy probablemente, lo que se paga es la toma de la foto, postear algo interesante en el día o la expectativa de sentirse parte de, o vivir algo extraordinario que, en la mayoría de las veces, va más allá de la realidad.

Entre fantasías y el deseo constante de aprobación, el concepto mercadológico de moda es «la experiencia», que pasó de un concepto turístico a una generalidad. Nos hemos olvidado tanto de experimentar, de observar, de vivir, que ahora es necesario que nos lo recuerden con spots publicitarios, campañas de viajes, de comida o en actividades rutinarias con nombres curiosos por la que, además, debemos pagar.

Ver una serie, una película o leer un libro, según algunos críticos, puede convertirse en una «experiencia», cuando para mí cada acción tiene su propia definición y su propia recompensa, sin tener que pagar tanto o, si quiera, intentar buscarla.

Hace unos día vi un vídeo en que Enrique Bumbury reprende a sus fans por permanecer con el celular en la mano a lo largo del concierto. Coincido con esa postura porque los brazos levantados para grabar arruinan la experiencia de otros más que intentan disfrutar la música y la escena. Acepto que también lo he hecho, grabando vídeos que nunca volveré a ver porque la siguiente experiencia de salir a comer tacos después de un concierto atrae mi atención.

La paradoja es rotunda, ya que en un mundo donde la mayoría vivimos al día, se nos vende la idea de que vivir intensamente y con estilo es posible lograrlo si tan solo asistimos a más experiencias, por su puesto donde parece mejor pagar más para tener ambientes controlados y reducir el riesgo de sentirse defraudados.

Pareciera que delegamos nuestra vida interior al diseño de eventos con luces cálidas y nombres elegantes. La intimidad se ha vuelto escenario y la autenticidad, un producto más de la industria del bienestar y la satisfacción. Queremos coleccionar momentos como si fueran estampillas, aunque por dentro sigamos igual de rotos.

Al ver al nivel que hemos llegado sólo me detengo a pensar que la mayor experiencia que podemos vivir es la de volver a confiar en la vida no espectacular, en lo cotudiano y que no necesita documentar; en los vínculos afectivos con las personas cercanas, en la intención del abrazo sensato. Esas que no tienen costo extra, ni nombres rimbonbantes y que perduran en el recuerdo.

Hacer la diferencia entre lo auténtico, lo repentino, lo sorpresivo, aquello que el yo interno elige y que muchas veces suceden en silencio bajo la consigna de simplemente vivir, si más, ni menos.