La mafia y Emilio Lozoya

Crónica Sedentaria

Por: Avelino GÓMEZ

Veo el video, de los montones de dinero entregados a entonces funcionarios del poder legislativo, y lo único que se me ocurre pensar es en la similitud que hay entre el gobierno y la mafia.

El caso Lozoya, con todas sus aristas y filtraciones, parece trama de una película de mafiosos escrita, dirigida y actuada por Juan Orol. Tanto así que el principal acusado, Emilio Lozoya, ahora también es un soplón acusador. Y testigo protegido, además. Como Orol en sus películas, Lozoya se constituyó en “una banda de un solo hombre” que busca librarse y, si se puede, también tomar venganza.

En este país, donde la realidad es tan corrupta, hasta la ficción se nos corrompió. A cubrirse todos, prohombres de la Nación: tarde que temprano las ráfagas incriminatorias de Emilio Lozoya habrán de alcanzarlos. Ya el presidente Andrés Manuel López salió a mostrar el video y hacer sus respectivas acotaciones. No olvidó mencionar también aquel otro video donde aparecía René Bejarano, con sus ligas y sus fajos de billetes, que manchó a los políticos de izquierda. “Que se vea el nivel de corrupción que había”, dijo. Y que todavía hay, alguien más podrá decir. Mientras haya poder por disputar, mafia tendremos. Se acercan las elecciones, y los mafiosos que se guarecen a la sombra de la cosa pública (en especial los que gobiernan), preparan arsenales.

En los años sesenta del siglo pasado, el observador e imaginativo Jorge Ibargüengoitia escribió un artículo en el que planteaba, en broma, que más valía “darle a la mafia constitución de empresa”: integrar la mafia a las estructuras políticas y sociales. Lo anterior, partiendo de la idea de que, para subsistir, la mafia tiene que actuar fuera de la ley, ser parasitaria de una sociedad aparentemente bien organizada. Si la mafia se reglamenta, y se sujeta a ciertas leyes, adquiere rasgos de tumor benigno. Seguirá ahí, pero sin causar tanto daño.

Pasan los los años y las décadas, y descubrimos —ya sin asombro— que en el sistema democrático mexicano sucedió un fenómeno a la inversa. Los agentes de las instituciones reglamentadas, y las de gobierno especialmente, mutaron en efectivas columnas criminales. Con capos disfrazados de servidores públicos. Con sus discursos sujetos a la corrección política, a la institucionalidad. Ahora las mafias se valen de las reglas y las leyes (lo que hay y lo que no hay escrito en ellas), para operar en escenarios aparentemente imposibles. Dentro de las instituciones democrática también se puede ser un criminal, tejer una red de complicidad, y triunfar como mafioso. Emilio Lozoya lo demuestra. ¿Quién podía sospechar del enorme poder de corrupción de un funcionario tan insulso como él? ¿Cómo imaginar la cantidad de personas involucradas?

Y esto es como en las películas, o en la vida real —uno ya no sabe a qué plano pertenece este país—: nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Salvo Lozoya, que ya es un delincuente confeso. Pero en un mundo real la culpa se escapa, huidiza como siempre, al plano de la ficción.